Central Park, dicen las malas lenguas, es el segundo parque urbano más grande de este vasto planeta —sin planearlo y por cosas del destino, en este viaje también conocería el primero—. «¿Será eso cierto?», pensé mientras cruzaba la calle y decidía ir a explorar una pequeña parte, antes de dirigirme a mi meta del día. Al ingresar, encontré un letrero que decía «Great Hill», continué por el camino que lo rodeaba; a mano derecha, un sendero serpenteante me sedujo, sus rústicas escaleras de piedra fueron la invitación a un mundo misterioso. El ambiente emanaba aroma a «no te salgas de la ruta», sin embargo, me dejé llevar e ingresé a la estrecha alameda cuyas ramas podía sentir que me querían atrapar.
Miré hacia atrás y estaba completamente sola, solo escuchaba los graznidos de las aves. Saqué el mapa de la mochila tratando de localizar dónde estaba, pero fue en vano, así que seguí adelante; aquellos rayos de sol que iluminaban la mañana desaparecieron entre los árboles y solo lograba ver las grandes copas verdes. Empecé a caminar meticulosamente mientras mi cabeza giraba para ambos lados en señal de alerta.
Estaba perdiendo la esperanza. «Jadranka, extraviada para siempre en Central Park», pensé por un instante. De pronto, delicados destellos de luz volvieron a aparecer entre la espesa arboleda, sus ramas se iban alejando del sendero y algo brillante que venía desde la tierra iluminaba el entorno, se trataba de una gran fuente de agua, como un estanque; sentí paz, la gente empezó a aparecer como por arte de magia. Escuché agua correr, «debe ser una cascada», me dije mientras seguía avanzando por una escalera de piedras. Una vez abajo, al frente de la senda, un inmenso arco con adoquines perfectamente encajados, como un túnel del tiempo, tan antiguo y elegante que me dieron ganas de atravesarlo, pero me quedé fijamente observándolo.
Escuchaba pasos que venían de atrás, giré un poco el dorso para ver quién era, pero no vi a ninguna persona cerca; una corriente helada de aire corrió por mi cuerpo, algo ilógico en los días de verano. Los pasos se acercaban cada vez más hacia donde yo estaba, me paralicé. El ambiente se tornó aciago, oscuro; desde el otro lado del túnel emanaba un almizcle a lirios, árboles y estanque.
De improviso, se detuvieron los pasos y…
—¡AHHH! —un fuerte grito salió de mi cuerpo luego de sentir una mano que tocaba mi hombro. Al voltear, vi una pareja de simpáticos ancianos, angloamericanos, de estatura media, muy bien vestidos y ojos que guardaban leyendas.
—Disculpe, señorita, no fue mi intención asustarla, solo quería preguntarle si nos puede sacar una fotografía, con aquel arco del fondo, es que usted es la única que está aquí.
Estaba temblando, pero accedí a tomarles la fotografía.
—¡Cla-a-ro! —mi voz estaba entrecortada—. Ubíquense en este lado —les señalaba un punto con el mejor ángulo, ellos obedecieron mi indicación—. Muy bien, por cierto, ¿qué lugar es este?
—Linda, estamos en el arco Glen Span; es hermoso, ¿verdad?
Sonreí en señal de confirmación de su apreciación, y con cámara en mano, me alisté para retratarlos.
—Aquí vamos, 1, 2, y 3, ¡whisky!
Ellos sonrieron y el clic de la máquina sonó indicando que ya estaba lista la imagen, apagué la cámara y se la alcancé al señor. Ya se disponían a continuar su camino en dirección al arco cuando el simpático anciano me hizo una advertencia:
—No deberías estar solita en un lugar como este, estos árboles guardan una historia de hechos violentos ocurridos hace 23 años muy cerca de aquí. —Me guiñó el ojo, se volteó y mientras se alejaba, con su mano izquierda, alzada, hizo una señal de despedida.
Me giré para tomar el camino y buscar una salida, pero quería preguntarles más sobre los hechos, al voltear ya no estaban. «¡Es imposible!, ¿cómo pueden caminar tan rápido?, ¡tienen más de 80 años!», empalidecí. Cerca escuchaba carcajadas de infantes que provenían del túnel; en un instante, un grupo de madres con sus hijos cruzaron el arco, aproveché para preguntarles:
—Disculpe, ¿de casualidad acaban de ver una pareja de ancianos que se fue por allí? —les señalé el camino por donde ellos venían. Al unísono respondieron un rotundo no. Con mi cara pálida, les di las gracias y me uní a ellos para regresar a la multitud, no quería pasar un minuto más en ese lugar.
Salí del parque hacia el lado de Central Park West, crucé la calle y bajé unas escalinatas que me llevaron a la estación del metro —mi primera experiencia con otro de los casuales escenarios neoyorquinas: el subway—. No sé ni cómo ingresé al coche sin perderme, solo sé que pocas estaciones después, descendí en la 81st, lugar donde el agente J —Men in Black II—, desneuraliza a los pasajeros que vivieron un encuentro cercano con un alienígena y les indica que la ciudad les agradece la participación en el simulacro antiterrorismo. Bueno, ese día mi cerebro no fue borrado para olvidar algún evento. ¿O será que sí pasó y no lo recuerdo?
Una vez afuera de la estación fui en dirección sur. Por la misma acera en la que yo estaba, se acercaba un hombre de unos casi 1,80 de estatura, cuerpo ectomorfo, perfectamente marcado y piel blanca pero no deslumbrante. Cuando estuvo frente a mí nuestras miradas se quedaron congeladas, penetrando mi memoria con sus impactantes ojos azules, sumergiéndome en un mar de pensamientos hermosos. Él esbozó una sonrisa entre pícara y angelical que iluminó mi rostro, su cabellera se movió al ritmo de la brisa y destellos dorados salieron de ella, olía a perfume creado por los dioses. ¡Qué hombre tan precioso!
Pasó tan cerca que podría asegurar me rozó el hombro. «Un momento, yo lo he visto… ¿Acaso es… ¡Owen Wilson!?». Quería volverme a alcanzarlo, pero no estaba segura. «¿Qué hago? —pensaba mientras seguía mi ruta—, ¿me regreso o dejo pasar esto?». La indecisión ganó la batalla y continué, desamparando el acontecimiento a la imaginación, «¡tonta, tonta, tonta!». Tal vez mi mente me jugó una clase de pareidolia cinéfila, todo gracias al destino que tenía en mente.
Volví en sí, y después de avanzar unos metros llegué al Museo de Historia Natural. Mi rostro parecía el emoticón que tiene corazones en los ojos, así como quien ve al amor de su vida. Alcé la mirada y vi la estatua ecuestre de Theodore Roosevelt, acompañado además por dos personas a cada lado. «¿Quiénes son ellos?», me preguntaba mientras veía la fachada y en la parte superior de la misma, leí: «TRUTH, KNOWLEDGE, VISION», lo que traduce «Verdad, Conocimiento, Visión», ¡qué grandes palabras!
Subí los casi treinta peldaños y en la cima de ellos un trío de puertas giratorias me exhortó a pasar, solo que no sabía cuál escoger, así que me fui por la de la derecha. Al ingresar, dos gigantes columnas color naranja, semejantes al mármol, adornaban la entrada, avancé unos pasos más para dirigirme a la taquilla, cuando, ¡oh sorpresa!, conocí al travieso Rex —Night at the Museum—, ¡qué impresionante! Mis ojos vieron por primera vez los huesos reales de un extinto tiranosaurio. «¡Guau!, quiero que se despierte y podamos jugar».
Compré mi boleto y, una vez adentro, como chiquilla curiosa, fui en busca de cada uno de los personajes de la película. No sabía ni por dónde empezar, así que seguí la indicación del funcionario: «el recorrido empieza por la derecha». Entonces, ingresé a la exposición del planeta Tierra, aprendí sobre la historia de la creación y visité la sala de los mamíferos norteamericanos donde conocí a Manny —Ice Age—, el famoso personaje inspirado en el gigante paquidermo que dejó de existir hace millones de años.
En el segundo piso recorrí la sala Akeley, allí encontré al travieso Dexter, aquel mono capuchino encargado de hacerle la vida a cuadritos a Larry. La siguiente planta contenía una serie de salones dedicados a las culturas americanas, pero tristemente, no estaban ni Sacajawea, Octavio o Jedediah, aunque me divertí viendo al gran Tontón. Mientras recorría el piso, al igual que Annie Braddock —The Nanny Diaries—, observé y analicé cómo la antropología va formando el comportamiento y costumbres del hombre, hasta llevarlo a lo que conocemos en la actualidad. Seguí…
Cuando estuve en el cuarto nivel, mis ojos se congelaron al ver la representación fosilizada de los dinosaurios. «¡Pero qué increíble!, ¿de verdad todos estos animales vivieron hace millones de años antes que yo?», no lograba procesar tanta información contenida en un solo lugar. Quería conservar un gran recuerdo de mi visita, así que con amabilidad busqué a un asistente que pudiera sacarme una foto:
—Disculpe, señor —me dirigí a un visitante que se encontraba en la sala—, ¿podría tomarme una foto, por favor?
—¡Por supuesto!, ¿con cuál la quieres?
—No sé, son tantos que aún no me decido por el modelo.
—¿Y qué tal este? —me señaló un triceratops.
—Mmm, pero hay mucha gente haciendo fila para sacarse una foto allí, ¿qué tal ese solitario? —le señalé un velociraptor.
—Perfecto, posa para la cámara.
Una luz roja iluminó mi rostro, el señor realizó el famoso conteo: «uno, dos tres, ¡whisky!», se escuchó el clic y en milésimas de segundo el momento se inmortalizó en una imagen fija.
—¡Muchas gracias!
Me despedí del caballero, quien me entregó la cámara, y salí de la sala hacia las escaleras para descender nuevamente al recibidor del museo. Contemplé a Rex por última vez, «vamos, despierta travieso», sentí felicidad y nostalgia, apenas llevaba unas cuantas horas en la Gran manzana y ya había cumplido con el primer asunto de la lista. Recordé sacarla, pues la cargaba en la mochilita, la desdoblé y taché ese punto.
30 imperdibles en mi aventura veranera.
Encontrar a Rex, Dexter, Theo, Sacajawea y cada uno de los personajes de Night at the Museum, en mi visita al Museo de Historia Natural.
- …
«Hecho. Ya tan solo faltan 29 de los 30, ¡ja, ja, ja!».
La relatividad del tiempo estuvo presente, solo recuerdo haber agotado la batería de mi cámara; fue el mejor gasto hecho desde que pisé suelo americano.
Extasiada de tanta historia, y para conocer un poco más, decidí explorar el vecindario donde se encontraba el hostal. Letreros en español en los diferentes edificios me recordaban que ese era un territorio latino. Cuando cayó la noche, a cuatro calles en dirección este del hospedaje, fui a una taberna tipo irlandés, me senté en la barra, lugar ideal para ubicarte cuando vas solo y quieres colectivizar; pedí una cerveza sin alcohol y entablé conversación con el camarero.
Las voces de los asistentes se entremezclaban con las canciones anglosajonas tipo rock que salían de los altavoces; ya casi era media noche, tiempo límite asignado a mi experiencia tabernera, la señal fue la canción Police on my back de The Clash que aparece en el fondo de la última escena de Man on a Ledge; pagué la cuenta, di las gracias al guapísimo bartender y salí rumbo a mi aposento. Una agradable caminata de cinco minutos me sirvió para bajar un poco todo el líquido contenido en mi organismo, también disfruté de la ciudad noctámbula. Por fortuna, el bar estaba cerca del hostal, pues no quería arriesgarme a tomar un taxi y encontrarme con Marcus Andrews —The Bone Collector—, convirtiéndome en su próxima víctima.
(Fragmento de mi libro EE.UU., ¡De película! Parte I)