Memento mori

Morena, de unos treinta y tantos años, 1,59 de estatura, cuerpo mesomorfo, cabello castaño oscuro y rizado como la vid de melón, ojos grandes y expresivos, escondidos detrás de unos lentes con antirreflejo y filtro UV para protegerlos del deterioro de la vida diaria; sí, soy yo.

Ya son las 17 horas y le doy el último abrazo a mi padre antes de ingresar al paredón de extranjeros, más famosamente conocido como Migración. Paso el engorroso proceso, igual que el culpable que será ejecutado en esa barrera grande e infinita; estoy en la sala, lo que significa que el fusilamiento fue todo un éxito y logré salir victoriosa de mi ejecución migratoria.

Una señorita, muy joven —no me estoy creyendo anciana—, perfectamente arreglada como chaperona en reinado comunal, hace el llamado para ingresar al avión, como se trata de un vuelo de corto alcance, supongo nos enviarán en un Airbus 319.

—Pasajeros del vuelo AV 149 con destino a la ciudad de Lima, damos inicio al abordaje — notifica la auxiliar de la aerolínea por una bocina casi ronca de tantos anuncios efectuados durante su vida útil—. Iniciaremos con pasajeros de nuestro programa frecuente, personas viajando en clase ejecutiva, personas con niños o que requieran de una atención especial.

No recordaba cuál era el número que me correspondía, así que, desbloqueo el celular y chequeo en el wallet para estar segura y no hacer la fila antes de tiempo, al final, todos los que estamos en esa sala, entraremos en ese monstruo metálico del aire.

Uno a uno como borreguito enfilado, van ascendiendo al avión; amablemente te saluda la tripulación a la vez que por bocinas piden que los pasajeros se ubiquen lo más pronto en las sillas asignadas en su pase de abordar. Finalmente llegué a mi puesto; subo el equipaje, saco los audífonos, libreta y bolígrafo pues siempre surge alguna idea en pleno vuelo, y así como los cuchillos son al chef, para un amateur escritor como yo, el bolígrafo y su cuaderno son el lienzo perfecto de inspiración. Me instalo rápidamente en la silla, leo el folleto de seguridad del avión, ubico las salidas de emergencia y quedo lista para disfrutar de las 3 espectaculares horas de vuelo y entretenimiento a bordo del avión.

***

Siempre he disfrutado tomar vuelos eligiendo la ventana para contemplar el paisaje y grabar en mi memoria lo que solo estos ojos podrían ver por única vez; también disfruto ver alguna película. En este vuelo, le toca el turno al protagonista Will Smith, voy a darles pistas: es del año 2016, trata de tres aspectos fundamentales de la vida y aparecen grandes celebridades hollywoodenses como Helen Mirren, Edward Norton y Keira Knightley; si con estas tres pistas aún no lo descifras, te contaré un poco de qué se trata y por qué viene al caso en este mi escrito.

 Muchas personas en la vida buscan hacer el duelo por alguna pérdida de diferentes maneras, algunos se alejan, otros se refugian en alguna secta religiosa o grupo de apoyo, otros cuantos ven en lo superfluo la escapatoria al dolor que llevan dentro, para Howard ―personaje interpretado por Smith― la pérdida más grande de su vida es asumida con rabia y rencor, tanto que olvidó lo valioso del tiempo y lo importante que es amar, pues cuando aparece la muerte, no tienes ni un solo instante de hacer todo aquello que dejaste pendiente por X o Y motivo, he aquí que al final del filme, Brigitte ―personaje interpretado por Mirren―, hace una sugerencia clave en el momento que la pareja de Howard sabe que no volverá a ver a su hija; la respuesta es mucho más impactante y reveladora: “solo encárgate de admirar la belleza inesperada”.

¿Cuántas veces olvidamos lo que realmente nos enamoró de una persona, lo que queríamos ser de chicos cuando grandes, lo que nos llenaba de felicidad y disfrutábamos al máximo?, ¿en qué momento de la vida todo se volvió cuadriculado y responsabilidades, dejando a un lado lo realmente importante?; una de las frases de la cinta que hasta la actualidad siguen carcomiendo mi cabeza, dice:

“todo lo que codiciamos, todo lo que tememos no tener, todo aquello que acabamos comprando, es porque todos nosotros anhelamos amor, deseamos tener más tiempo y tememos a la muerte” ¿Qué piensas tú?.

“Cineclub” y la educación de mi padre.

Para WARCO,

“No hay escuela igual que un hogar decente y no hay maestro igual a un padre virtuoso” (Mahatma Gandhi)

Pandemia COVID-19, exactamente en el mes de agosto del 2020, era el “mesario” del lanzamiento de mi primer libro publicado “EE.UU. de película” Parte I. Mi padre, un hombre jubilado del magisterio, sacó de su gaveta algo que lucía negro y cuadrado, estiró el brazo y me lo entregó «creo que esto lo vas a entender mejor que yo»; abrí mis ojos en señal de asombro pues no sabía lo que me estaba concediendo, así que lo tomé con ambas manos y leí lo que decía la parte frontal: «Cineclub»; fruncí el ceño.

—Y esto, ¿qué es?

—Algo que compré unos años atrás, pero que jamás entendí y que tenía allí guardado «porque en cualquier momento le podría servir a alguien»— esa patentada frase de los padres, excusa para guardar cosas.

Aún no entendía lo que pasaba, hasta que, en lugar de mirar, decidí observar con detenimiento cada detalle de lo entregado.

«David Gilmour; CINECLUB», al título lo acompañaba un gigante rectángulo blanco y el bosquejo de dos personas de espaldas, sentadas en lo que podría ser un sofá «¡Ah carajo!, ahora lo entiendo: eso simula una pantalla grande!», casi me quiebro la testa tratando de entenderlo.

Mas abajito «UN PADRE, SU HIJO Y UNA EDUCACIÓN NADA CONVENCIONAL», «¿qué pretenderá papá? ¿A mis casi 40 años le faltó algo por enseñarme?» mi mente rápida y desesperada seguía sin comprenderlo.

Mi padre es de esos hombres cuasi-setenteros, ferviente lector sin importar el género; su híbrida biblioteca contenía desde recetarios internacionales, pasando por libros sobre la psiquis humana hasta llegar a una colección de galardonados literatos universales, entre esos, estaba este libro.

Por los alrededores, sus hojas con pecas color café definían antigüedad, lo que produjo una agradable sensación gracias a mi bibliosmia, por inercia, lo hojeé rápidamente, así el olor salía como brisa fresca en las mañanas, no me importaron cuántos ácaros se impregnaron en mis vellos nasales, fui feliz.

La solapa anterior describe al autor mientras la posterior presenta una “sinopsis” del contenido; abrí la dedicatoria, o como actualmente le llaman: el “wink”: «Para Patrick Crean, motivo de indagación», me dije mientras continuaba a la siguiente página, la que exponía una frase de Michel de Montaigne «¿y ese quién es?».

Empecé a leerlo, interpretarlo, comprenderlo entre cada punto y coma que el autor relató y entonces percibí lo que mi papá quería decirme: mi cinefilia sin límites estaba casi contenida en las 300 páginas de este manual de instrucciones muy bien definido para adolescentes ―aunque insisto, ya casi llego a los 40. En términos generales, esta obra muestra cómo un padre desesperado por ver a su hijo adolescente que casi ha perdido el sentido a la vida, decide educarlo desde casa con una única condición: ver tres películas por día con un introito muy de director de cine y un final con reflexión tipo Freud.

Mi papá ama las películas, pero agradezco a mi madre que por los años noventa decidió crecer profesionalmente, dejándome bajo el cuidado de un instructor que, según el individuo, puede ser bueno o malo: el televisor; con tan solo 12 años y la mente fresquita para absorber cuanta información se me atravesara, empecé a ver clásicos de la pantalla grande, todos hollywoodenses, algunas veces mi padre contribuía llevándome al cine y no precisamente para ver los clásicos de Disney, no, no, no, más bien era disfrutar de toda la función bélica y sanguinaria interpretada por grandes como Bruce Willis, Al Paccino, Robert De Niro, Denzel Washington, Silvester Stalone, entre otros; otras veces las alquilaba para verlas en casa y esas sí que fomentaban mi gusto por el suspenso y el terror.

Al crecer, la cinefilia se fue refinando con el paso de los años, gracias a la lectura de la revista “Gaceta” ―un magazín dominical regional―, que anunciaba el arte hecho cine de clásicos de la literatura universal o de grandes guionistas y directores como Woody Allen, y entonces, ya con la mente más abierta y las ganas de devorar el mundo, vi tanta cinta cinematográfica como me fue posible, unas muy de premio Oscar, otras tan absurdas que me hicieron decir «¡Devuélvanme el dinero!».

Pero mi eureka fue este libro que papá me dio; he allí que todo lo vislumbré mucho mejor de lo que pensaba, que yo también me eduqué a través de la pantalla grande con clásicos como Scarface, The Shining, The Stepfather, The Godfather, Psycho, The Exorcist, y aunque suenan a títulos de terror y acción, cada uno me dejó enseñanzas sobre la psicología del ser humano y hasta dónde es capaz de llegar impulsado por un sentimiento de venganza, fobia, sobrevivencia, orgullo, poder o creencia.

Entendí que mi padre, al igual que David Gilmour, quería recordarme que esas películas que hemos visto juntos durante 32 años de vida —pues no puedo contar los que no recuerdo—, fue el refuerzo de la educación que ellos me dieron y que me ayudaron a comprender el mundo aun sin haberlo viajado.

Por eso, quiero darte las gracias a mi papá, por ser ese maestro de vida y ese apoyo constante en mis ideas y proyectos, aunque también sé las canas verdes que le he sacado, siempre será con quien comparta mis anhelos y mis temores, con quien disfrutaré cada película que veamos, ya sea en el cinema o en casa, a través de plataformas o en internet, siempre compartiremos esa cinefilia y es lindo que sea con él, mi progenitor.

Te amo por siempre, WARCO.

P.S.: No supe quién es Patrick Crean, solo sé que se trata de una edición, pero sí averigüé quién fue Michel de Montaigne, y claro, su frase tiene sentido, más si viene de un filósofo como él.