Velkommen til danmark

La última vez que visité Dinamarca, fue exactamente en el inicio de la pandemia, justo antes de los encierros y el distanciamiento social; sentada en la silla del avión de regreso a mi país de origen, me hice una promesa: «en este país quiero vivir lo que me resta de vida».

Tenía la certeza que tan solo me llevaría dos meses y algo más, dejar mi vida en Colombia y regresar a cumplir mi sueño, pero eso, mis amigos, solo pasa en las películas. En realidad, fueron dos años y cuatro meses, cinco mil lágrimas y doscientas decepciones antes de poder regresar al país de Lego, ¿la razón? El señor COVID-19, causante de arruinar los planes de millones de personas en el planeta, incluidos los míos.

Pero como bien lo dice el refrán “nada es para siempre”, una vez fue seguro viajar, y sin pensarlo dos veces, empaqué en una pequeña mochila unas cuantas prendas, mi laptop, mi cámara y, por supuesto, los documentos de viaje. No fue necesario cargar tanto peso, esto gracias a que, desde el 2020, había enviado mis “chécheres” a Copenhague, sí, así de segura estaba de vivir en este país.

El día exacto del viaje fue el 19 de julio, víspera de la independencia de mi patria, como si se tratara de una señal de emancipación mental para mi destino, sin embargo la llegada tomó algo más de diez días y cuatro vuelos, pero no porque esa sea la forma para llegar a este país escandinavo, sino que una de mis características es el “low cost”, eso implica que, lo que un mortal común hace en un máximo de 15 horas, a mí me toma toda una odisea aeroportuaria.

Después de 3 conexiones ―Miami, Bruselas, Barcelona―, una estadía corta en Zaragoza y una larga espera en el aeropuerto París-Orly, el 31 de julio, finalmente aterricé en el Aeropuerto de Copenhague-Kastrup, conocido con cariño como CPH. Sin tener la nacionalidad danesa, cuando salí del avión, respiré los aires daneses, crucé el pasillo y me acerqué a la salida, el letrero de Velkommen til danmark te da la más calurosa bienvenida, de inmediato dije en voz alta «llegué a mi hogar»; estaba tan emocionada que casi olvido que tenía corto tiempo para abordar el tren que me llevaría a mi destino final: Aalborg.

A hoy, son más de 4 meses que llevo en el país de la energía eólica, los Jardines de Tivoli, de andar en bicicleta ―y muy seguro―, de las playas a no más de 53 km de distancia y de la cultura vikinga. Por eso decidí que, desde este momento y hasta que la vida me lo permita, te contaré mi experiencia de vivir en el segundo país más feliz del mundo y el que ocupa la tercera posición en el mejor para vivir.

Y a ti, ¿a dónde te gustaría migrar?

Memento mori

Morena, de unos treinta y tantos años, 1,59 de estatura, cuerpo mesomorfo, cabello castaño oscuro y rizado como la vid de melón, ojos grandes y expresivos, escondidos detrás de unos lentes con antirreflejo y filtro UV para protegerlos del deterioro de la vida diaria; sí, soy yo.

Ya son las 17 horas y le doy el último abrazo a mi padre antes de ingresar al paredón de extranjeros, más famosamente conocido como Migración. Paso el engorroso proceso, igual que el culpable que será ejecutado en esa barrera grande e infinita; estoy en la sala, lo que significa que el fusilamiento fue todo un éxito y logré salir victoriosa de mi ejecución migratoria.

Una señorita, muy joven —no me estoy creyendo anciana—, perfectamente arreglada como chaperona en reinado comunal, hace el llamado para ingresar al avión, como se trata de un vuelo de corto alcance, supongo nos enviarán en un Airbus 319.

—Pasajeros del vuelo AV 149 con destino a la ciudad de Lima, damos inicio al abordaje — notifica la auxiliar de la aerolínea por una bocina casi ronca de tantos anuncios efectuados durante su vida útil—. Iniciaremos con pasajeros de nuestro programa frecuente, personas viajando en clase ejecutiva, personas con niños o que requieran de una atención especial.

No recordaba cuál era el número que me correspondía, así que, desbloqueo el celular y chequeo en el wallet para estar segura y no hacer la fila antes de tiempo, al final, todos los que estamos en esa sala, entraremos en ese monstruo metálico del aire.

Uno a uno como borreguito enfilado, van ascendiendo al avión; amablemente te saluda la tripulación a la vez que por bocinas piden que los pasajeros se ubiquen lo más pronto en las sillas asignadas en su pase de abordar. Finalmente llegué a mi puesto; subo el equipaje, saco los audífonos, libreta y bolígrafo pues siempre surge alguna idea en pleno vuelo, y así como los cuchillos son al chef, para un amateur escritor como yo, el bolígrafo y su cuaderno son el lienzo perfecto de inspiración. Me instalo rápidamente en la silla, leo el folleto de seguridad del avión, ubico las salidas de emergencia y quedo lista para disfrutar de las 3 espectaculares horas de vuelo y entretenimiento a bordo del avión.

***

Siempre he disfrutado tomar vuelos eligiendo la ventana para contemplar el paisaje y grabar en mi memoria lo que solo estos ojos podrían ver por única vez; también disfruto ver alguna película. En este vuelo, le toca el turno al protagonista Will Smith, voy a darles pistas: es del año 2016, trata de tres aspectos fundamentales de la vida y aparecen grandes celebridades hollywoodenses como Helen Mirren, Edward Norton y Keira Knightley; si con estas tres pistas aún no lo descifras, te contaré un poco de qué se trata y por qué viene al caso en este mi escrito.

 Muchas personas en la vida buscan hacer el duelo por alguna pérdida de diferentes maneras, algunos se alejan, otros se refugian en alguna secta religiosa o grupo de apoyo, otros cuantos ven en lo superfluo la escapatoria al dolor que llevan dentro, para Howard ―personaje interpretado por Smith― la pérdida más grande de su vida es asumida con rabia y rencor, tanto que olvidó lo valioso del tiempo y lo importante que es amar, pues cuando aparece la muerte, no tienes ni un solo instante de hacer todo aquello que dejaste pendiente por X o Y motivo, he aquí que al final del filme, Brigitte ―personaje interpretado por Mirren―, hace una sugerencia clave en el momento que la pareja de Howard sabe que no volverá a ver a su hija; la respuesta es mucho más impactante y reveladora: “solo encárgate de admirar la belleza inesperada”.

¿Cuántas veces olvidamos lo que realmente nos enamoró de una persona, lo que queríamos ser de chicos cuando grandes, lo que nos llenaba de felicidad y disfrutábamos al máximo?, ¿en qué momento de la vida todo se volvió cuadriculado y responsabilidades, dejando a un lado lo realmente importante?; una de las frases de la cinta que hasta la actualidad siguen carcomiendo mi cabeza, dice:

“todo lo que codiciamos, todo lo que tememos no tener, todo aquello que acabamos comprando, es porque todos nosotros anhelamos amor, deseamos tener más tiempo y tememos a la muerte” ¿Qué piensas tú?.

El estado de la Constitución

“Dentro de veinte años estarás más decepcionado de las cosas que no hiciste que de las que hiciste. Así que desata amarras y navega alejándote de los puertos conocidos. Aprovecha los vientos alisios en tus velas. Explora. Sueña. Descubre”

– Mark Twain.

Distancia: 322km; ruta: Costa noreste; tiempo estimado de recorrido: 5 horas con 55 minutos— gracias a aquella herramienta web de la gran compañía de internet, pude sacar bien los datos de lo que se venía.

—Disculpe, ¿podría venderme un boleto de ida para New Britain, Connecticut?

—Son 25 dólares, por favor.

—Muy bien— saqué del bolso de mano la cartera donde tenía los billetes ordenados por denominación de mayor a menor—, aquí tiene—. Le pasé uno de 50, así tendría más cambio por si se me antojaba algún pasabocas.

— Su cambio y su boleto para hoy, 7 de agosto a las 12 del día, llegando a su destino a las 19:30. Recuerde que el autobús ingresará a la ciudad de Nueva York solo para el descenso y ascenso de pasajeros, no descienda pues no se dispone de mucho tiempo—se levantó de la silla para darme más indicaciones, como para señalarme algo—por favor, diríjase a la sala de espera y cuando sea el momento la llamarán de la puerta de salida correspondiente, presente su boleto y su ID—dijo algo más en inglés que no entendí y luego lanzó un efusivo «¡feliz viaje!»

—Muchas gracias—. Tomé todo lo que me había dejado encima del mostrador y lo guardé en el bolsillo delantero de mi pantalón.

Quedé pensativa tratando de adivinar lo que me había dicho, pero decidí dirigirme a las bancas de tubo metálico y apariencia de destruir espaldas para sentarme a esperar el llamado; de pronto, aparecieron unas terribles ganas de ir al baño, pero temía que me llamaran y no escuchara la información suministrada, todo gracias a los parlantes de la estación, que estaban más roncos que tractor viejo, así que, era casi que imposible entender lo que decían.

Después de unos minutos discutiendo con mi mente, decidí levantarme, pero en busca de las pantallas de salida para ver el itinerario. Desde mi posición, señalé con el dedo en forma descendente, buscando el horario que correspondía a mi viaje y encontré uno muy parecido, pero no anunciaba mi destino, «¿será que me equivoqué?», la duda me llevó nuevamente al mostrador donde se encontraba la vendedora; para mi fortuna estaba sola, así que, con tímida voz, le hablé:

—Disculpe, una pregunta: estoy mirando la pantalla de salida pero por ninguna parte dice New Britain, aunque en el mismo horario aparece uno a otra ciudad que no conozco, ¿hay algún error?

—Señorita —tomó aire profundamente—, como le expliqué hace algunos minutos, en la pantalla aparece Hartford pero su parada es en New Britain. Recuerde que el autobús ingresará a New York y a New Haven, después de esa última, sigue la suya.

—¡Ah, muchas gracias! —«trágame tierra»—, lo siento, no le escuché cuando dijo lo de Hartford.

—Tranquila, ya casi llega tu autobús, así que atenta al llamado, allí le anunciarán su andén de salida.

—¿Sabe si me da tiempo de ir al baño? —ya no aguantaba más.

¡Por supuesto! —una vez otorgado el “permiso”, salí corriendo como en media maratón.

Tiempo después, un corpulento y cuarentón hombre afroamericano, con una potente voz, que no utilizó el micrófono anclado a la pared para notificar la llegada del bus con destino a la ciudad de Hartford; nos llamó a formar fila en una de las puertas de la estación.

  • ¡Hartford, 12 del día! Andén 3, hagan la fila aquí por favor — nos señaló con su grande brazo.

Como hormigas arrieras, uno a uno fuimos pasando por el control de boletos, luego le entregué la mochila al maletero quien ordenadamente preguntaba el destino y como en juego de tetris, acomodaba perfectamente las maletas, colocándoles un número de identificación y entregando la copia a cada uno de los pasajeros. Subí los tres escalones y busqué mi lugar, como siempre, ventana, pues esa sensación de desconexión a través del paisaje desdibujado que me brinda la panorámica, es uno de mis mayores placeres viajeros. Estaba justo en la mitad; acomodé la mochila de mano en el compartimiento de arriba, pero antes saqué los elementos esenciales para el camino: cámara, celular, audífonos y un tentempié. Me senté dejando reposar mi cabeza sobre el cristal, me estaba colocando los audífonos, cuando…  

—¡Hola! — una voz adulta pero dulce, hizo girar mi cabeza para ver quién me saludaba tan efusivamente; se trataba de una señora muy “inglesa”, vestida con tanta pulcritud que alumbraba como un ángel. Se sentó junto a mí, acomodando su canasto de tejidos, pues se veían estambres y pinzas de crochet, debajo del reposapiés.

—Buenas tardes— le respondí, con una amable sonrisa, ella me devolvió una igual o hasta mejor. Le pedí disculpas señalándole mis auriculares y con una seña de “tranquila”, me giré hacia la ventana para dejarme llevar de los ritmos elegidos al azar.

Con todos los pasajeros a bordo, arrancó el bus.

«Aquí vamos».

(Extracto de la saga EE.UU., ¡De película!, Parte II)

¡Atá uto begá!

Viajaba con mi padre hacia una de las rutas marcadas en el mapa y resaltadas con esencia. Como lo saben, esta travesía arrancó en Curramba, en busca de notas musicales y leyendas de la cultura colombiana.

Tomando la ruta 25 y el desvío presente rumbo a Gracias a Dios —y cuando pasas por ese lugar, entiendes el nombre de clamor designado al poblado—, dos horas y media, unos cuantos peajes y baches después, llegamos a San Basilio de Palenque, territorio que aún emana historia y porta el título de ser el primer pueblo emancipado de la época de la colonia en América, aquel donde los valientes esclavos africanos escaparon para vivir en libertad gracias a las hazañas del heroico Benkos Biohó.

El corregimiento conserva el lenguaje, el baile y la gastronomía de los cimarrones — esclavos rebeldes o fugitivos que vivían en palenques —. Cada calle, escuela, hospital o lugar que requiera un nombre, lo demuestra: todo está escrito en criollo palenquero, «qué privilegio tener este pedacito de alma africana en linderos de mi patria», pensé mientras papá seguía conduciendo buscando un lugar dónde aparcar y así empezar a explorar el corregimiento.

Así es, ni siquiera llega a los 5000 habitantes, pertenece a un municipio con el nombre de Mahates dentro del departamento de Bolívar — más conocido por su hiper turística capital: Cartagena de Indias—, y, desde el año 2008, fue declarado Patrimonio Cultural e Inmaterial de la Humanidad.

—Mira, aquí en el parque principal, bajo ese gran árbol lo podemos dejar —le indiqué, considerando que el inclemente clima del lugar obliga incluso a que los autos también estén bajo la sombra, de lo contrario, se convierten en auténticas saunas rodantes.

Una vez que tomé mi cámara, los sombreros y la mochila con el agua, mi progenitor hizo el ya obligado protocolo de salvaguarda del vehículo y empezamos nuestro andar. Caminamos cada una de sus polvorientas calles que le dan un aire a Viejo Oeste y misticismo; algunos murales, además de ser auténticas obras de arte callejero, exponían fragmentos de escritos en aquella mezcla de español, bantú africano, portugués y francés, la única forma que encontraron para comunicarse y que hoy es un lenguaje admirado y protegido.

Las mujeres y los hombres aún usan ropa tradicional de lo que podría ser el suroeste de la República del Congo, la República Democrática del Congo o Angola. Al fondo se escucha un llamado de tambores, los seguimos hipnotizados, sin pensarlo, estábamos en el gran salón comunal.

En la entrada, un trío de hombres pulcramente bien vestidos, a los que me acerqué para averiguar de qué se trataba:

—Disculpe, ¿me podría explicar qué están haciendo?

—Claro que sí— respondió con un acento diferente al de los otros afrodescendientes que he escuchado— están realizando una pequeña muestra de un lumbalú— mis ojos se abrieron en señal de asombro, a lo que el señor comprendió que era ignorante de lo que decía—; es un ritual funerario acompañado de danzas, cantos, música y actuaciones y se hace en horas de la noche, por nueve días y así honramos al que se murió.

—Interesante… — papá parecía filosofo con su mano en la barbilla y procesando todo el contenido cultural de lo que estaba explicando aquel hombre.

—Sí, es algo muy de nosotros, aquí les estamos mostrando un pedacito de esto que hacemos, pero venga le cuento —el palenquero estaba animado a darnos la clase completa de historia en menos de una hora—, nosotros estamos seguros que uno después de morir, regresamos dos veces en el día a la casa, más o menos por nueve días siguientes, a las 6:00 a.m. y a las 5:30 p.m., entonces con los tambores llaman a la comunidad a esas horas, para que vengan a la casa y nos ofrezcan el lumbalú.

—De verdad que es una bonita tradición, ustedes ven la muerte como una transición positiva y alegre, deberíamos aprender, ¿no “apá“?— papá asentó con la cabeza y el palenquero aún más, claro, que siga la fiesta hasta después de muertos, así «sabroso morir»—. Disculpe una pregunta imprudente —allá voy con mi inquietud— ¿ustedes visten iguales, por…?

—¡Ah porque somos orgullosamente la Guardia Cimarrona! —su cara se iluminó diciéndolo—, nos encargamos de darle garrote a los que se porten mal—casi se me salen los ojos de escuchar lo que decía—, y corregirlos.

—Ah ya, como unos policías…

—No señorita, la policía es otra, aquí somos campesinos de día y guardianes de tarde.

—Una pregunta más — doña imprudencia va de nuevo, mi papá sudaba y no precisamente por el calor del lugar, más bien porque no sabe con qué voy a salir, el custodio me mira en señal de que lance la consulta—, ¿me permite sacarle una foto?, de verdad que lucen muy guapos y quisiera tener este hermoso recuerdo —el guardián no se creía tanto elogio, pero procedió. A los que les gusta la fotografía saben todo lo que debemos hacer por un registro único e irrepetible.

Sonó el clic de mi cámara, sonreía incluso más que el mismo retratado, la música y representaciones de fondo fueron el «soundtrack» que amenizó el momento, entre mapalé, auténtica champeta y otros ritmos alegres, nos fuimos alejando para continuar con nuestra exploración.

Niños corrían, jugaban con carritos improvisados, tapas, botellas, pelotas y todo lo que pudieran usar para entretenerse, de vez en cuando se veía una palenquera cargando la palangana llena de dulces tradicionales.

—¡Alegríaaa! ¡Caballitooos! ¡Cocaaadas! Llevo los enyucadooos— papá abrió los ojos, pues déjenme decirles que, él es fan de ese tubérculo que aún no me puede gustar.

—¡Señora! —el grito de papá, paralizó medio pueblo, por supuesto, la palenquera vino a nosotros, descargó su platón y nos lanzó la famosa frase vendedora colombiana:

—A la orden seño —señalaba con su mano el estante ambulante que cargaba sobre su cabeza—, le tengo cocadas, bolas de maní, enyucados, caballitos y alegrías, cuál quiere probar.

—Muéstreme el enyucado —él casi tenía la cabeza dentro del platón.

—Mire, este es, bien pueda pruébelo —no había terminado ella cuando papá ya llevaba medio mordisco, cerró los ojos en señal de satisfacción, esa expresión única de él que no sabes si es dolor o felicidad pero que al final significa complacencia.

—A mi deme una cocada, por favor— le pedí, ella la sacó de la ponchera y me la entregó en una bolsita plástica.

—Deme una bolsa de enyucado, por favor— solicitó mi papá.

—… Y de cocadas para mí— completé yo.

Él sacó la billetera para pagarle a la bellísima palenquera, estaba tan extasiada disfrutando de mi manjar, que olvidé la imprudente pregunta de la foto, sin embargo, mientras se fue alejando, logré inmortalizarla con mi cámara. Después de ese delicioso golosina palenquera, fue necesario pasarlo con agua, pues la garganta estaba seca de tanto acaramelado «esta es la cuota de dulce del año», pensé mientras el preciado líquido refrescaba todo mi cuerpo interiormente.

Los andenes estaban acompañados de animales peculiares, como el chivo y otros tantos, o de lugareños que “tomaban el fresco” de la calurosa tarde. Y entonces vi una mirada que reflejaba años de experiencia y picardía. Me acerqué con la cámara lista para la acción y le pregunté: ¿me permite fotografiarlo?

 Tan solo sonrió y posó.

Era su alma que me miraba fijamente, me sentí intimidada; charlamos un poco de lo que sabía sobre sus ancestros. No estaba solo, lo acompañaban dos hombres con miradas tan profundas que sentía ganas de indagar más sobre sus vidas pasadas y futuras. Les pedí que hablaran palenquero y lo hicieron, papá reía, yo no entendí ni jota, solo espero que aquello fuera una bonita expresión.

Con un fuerte apretón de manos, papá se despidió de los seductores, yo en cambio, solo alcé mi mano de lejitos e hice la señal de “adiós”, a lo que uno de ellos respondió ¡Atá uto begá!, entendí que me dijeron hasta luego en criollo palenquero, sonreí y seguí. 

Continuará…

Extracto de mi libro Soul.

Inceptum

“Comer, rezar, amar”, “Salvaje”, “Bajo el sol de Toscana”, “Las últimas vacaciones”, “La vida secreta de Walther Mitty”, “El camino”; podría continuar con la lista en español de una serie de películas que he visto a lo largo de la última década de mi vida, filmes que te llevan a pensar realmente ¿Qué estás haciendo con tu vida? ¿Es esto lo que quieres hacer siempre?

Mi aventura por explorar parte del cono sur latinoamericano nació después de varias horas y días de meditación y profunda reflexión. Estuve a punto de renunciar a mi empleo como docente universitaria, vender la casa que acababa de comprar, volver al momento donde un año atrás había esparcido las cenizas de mi madre como señal de despedida e hice aquella promesa en el silencio de mi mente: que sería muy feliz. Estuvo presente ese deseo de decepción por todo lo que hasta el instante estaba viviendo y que ninguno comprendía más que mi propia conciencia.

Fue ese el momento cuando me di cuenta que era hora de emprender esta aventura, considerando eso sí, lo verdaderamente arriesgado y responsable que significaba iniciar mi escapada a tierras sureñas; la verdad no estaba en lo absoluto preparada para lo que me esperaba. Este viaje también estuvo dividido por etapas, por meses, por regiones, incluyó lugares de aquí y de más allá, todo sin cruzar el charco ni pasarme del Tapón del Darién.

Llegó el momento donde soporté fuertes cambios de clima y sus consecuencias en las extremadas ―cuasi fatales― maniobras aéreas de los aviones que abordé, los golpes y morados generados por las caídas y tropezones de los caminos agrestes por los que anduve o de los témpanos de hielo que exploré; el agotamiento y las privaciones a una exquisita comida ― ¡Dios! ¡Cuánto anhelé muchas veces un platillo de esos caseros que no tienen ningún valor monetario!―, la sed y el hambre que estuvieron presentes siempre, el extremo frío antártico y el sofocante calor de la selva, la soledad y las profundas conversaciones sobre lo que dejaba y realmente anhelaba; todo sucedió en los más de 10,000 km de recorrido que hice desde que me subí en el avión que partió de la calurosa, tropical, húmeda Barranquilla hasta el día que pisé nuevamente a suelo colombiano.

Mi regreso cargaba una mochila más pesada por los recuerditos que compré en algunos lugares, pero el alma más liviana gracias al abandono de mis miedos, rencores y traumas, en cada uno de los pasos que di en mi aventura sureña. Aprendí además que, un viaje no comienza cuando subes a un medio de transporte, el verdadero éxodo aparece cuando cansada de todo, tomé la decisión de irme.

He aquí el Inceptum de este episodio de mi vida, lleno de interrogantes, reflexiones, llanto y desesperación. No fue solo armar una talega con lo básico para no afectar mi hiperlordosis lumbar por el peso, o para darle motivos a la aduana de rebuscar lo que no existe; esta peripecia inició desde el instante en que empezaron las preguntas existencialistas, cansada de levantarme y salir a laborar ―y no me quejo de mi antiguo empleo, era bueno y bien remunerado―, mi dilema existencial iba más allá.

Un momento de impulso, de esos arrebatos fugaces que te lanzan a cometer locuras sanas, fue el que me golpeó aquella madrugada mientras revisaba un artículo que debía postular a una revista científica del área de mi experticia, en ese instante decidí ingresar a la página de mi aerolínea favorita y hacer uso razonable de las millas que había ganado tiempo atrás, escogí el largo receso académico que tenemos en la semana de Pascua ―Semana Santa o Semana Mayor, como se le conoce en mi país―, y elegí como destino el país de los alfajores, el tango y el mate: Argentina.

Lo que viví, ni siquiera MasterCard lo podría pagar…