Velkommen til danmark

La última vez que visité Dinamarca, fue exactamente en el inicio de la pandemia, justo antes de los encierros y el distanciamiento social; sentada en la silla del avión de regreso a mi país de origen, me hice una promesa: «en este país quiero vivir lo que me resta de vida».

Tenía la certeza que tan solo me llevaría dos meses y algo más, dejar mi vida en Colombia y regresar a cumplir mi sueño, pero eso, mis amigos, solo pasa en las películas. En realidad, fueron dos años y cuatro meses, cinco mil lágrimas y doscientas decepciones antes de poder regresar al país de Lego, ¿la razón? El señor COVID-19, causante de arruinar los planes de millones de personas en el planeta, incluidos los míos.

Pero como bien lo dice el refrán “nada es para siempre”, una vez fue seguro viajar, y sin pensarlo dos veces, empaqué en una pequeña mochila unas cuantas prendas, mi laptop, mi cámara y, por supuesto, los documentos de viaje. No fue necesario cargar tanto peso, esto gracias a que, desde el 2020, había enviado mis “chécheres” a Copenhague, sí, así de segura estaba de vivir en este país.

El día exacto del viaje fue el 19 de julio, víspera de la independencia de mi patria, como si se tratara de una señal de emancipación mental para mi destino, sin embargo la llegada tomó algo más de diez días y cuatro vuelos, pero no porque esa sea la forma para llegar a este país escandinavo, sino que una de mis características es el “low cost”, eso implica que, lo que un mortal común hace en un máximo de 15 horas, a mí me toma toda una odisea aeroportuaria.

Después de 3 conexiones ―Miami, Bruselas, Barcelona―, una estadía corta en Zaragoza y una larga espera en el aeropuerto París-Orly, el 31 de julio, finalmente aterricé en el Aeropuerto de Copenhague-Kastrup, conocido con cariño como CPH. Sin tener la nacionalidad danesa, cuando salí del avión, respiré los aires daneses, crucé el pasillo y me acerqué a la salida, el letrero de Velkommen til danmark te da la más calurosa bienvenida, de inmediato dije en voz alta «llegué a mi hogar»; estaba tan emocionada que casi olvido que tenía corto tiempo para abordar el tren que me llevaría a mi destino final: Aalborg.

A hoy, son más de 4 meses que llevo en el país de la energía eólica, los Jardines de Tivoli, de andar en bicicleta ―y muy seguro―, de las playas a no más de 53 km de distancia y de la cultura vikinga. Por eso decidí que, desde este momento y hasta que la vida me lo permita, te contaré mi experiencia de vivir en el segundo país más feliz del mundo y el que ocupa la tercera posición en el mejor para vivir.

Y a ti, ¿a dónde te gustaría migrar?

Memento mori

Morena, de unos treinta y tantos años, 1,59 de estatura, cuerpo mesomorfo, cabello castaño oscuro y rizado como la vid de melón, ojos grandes y expresivos, escondidos detrás de unos lentes con antirreflejo y filtro UV para protegerlos del deterioro de la vida diaria; sí, soy yo.

Ya son las 17 horas y le doy el último abrazo a mi padre antes de ingresar al paredón de extranjeros, más famosamente conocido como Migración. Paso el engorroso proceso, igual que el culpable que será ejecutado en esa barrera grande e infinita; estoy en la sala, lo que significa que el fusilamiento fue todo un éxito y logré salir victoriosa de mi ejecución migratoria.

Una señorita, muy joven —no me estoy creyendo anciana—, perfectamente arreglada como chaperona en reinado comunal, hace el llamado para ingresar al avión, como se trata de un vuelo de corto alcance, supongo nos enviarán en un Airbus 319.

—Pasajeros del vuelo AV 149 con destino a la ciudad de Lima, damos inicio al abordaje — notifica la auxiliar de la aerolínea por una bocina casi ronca de tantos anuncios efectuados durante su vida útil—. Iniciaremos con pasajeros de nuestro programa frecuente, personas viajando en clase ejecutiva, personas con niños o que requieran de una atención especial.

No recordaba cuál era el número que me correspondía, así que, desbloqueo el celular y chequeo en el wallet para estar segura y no hacer la fila antes de tiempo, al final, todos los que estamos en esa sala, entraremos en ese monstruo metálico del aire.

Uno a uno como borreguito enfilado, van ascendiendo al avión; amablemente te saluda la tripulación a la vez que por bocinas piden que los pasajeros se ubiquen lo más pronto en las sillas asignadas en su pase de abordar. Finalmente llegué a mi puesto; subo el equipaje, saco los audífonos, libreta y bolígrafo pues siempre surge alguna idea en pleno vuelo, y así como los cuchillos son al chef, para un amateur escritor como yo, el bolígrafo y su cuaderno son el lienzo perfecto de inspiración. Me instalo rápidamente en la silla, leo el folleto de seguridad del avión, ubico las salidas de emergencia y quedo lista para disfrutar de las 3 espectaculares horas de vuelo y entretenimiento a bordo del avión.

***

Siempre he disfrutado tomar vuelos eligiendo la ventana para contemplar el paisaje y grabar en mi memoria lo que solo estos ojos podrían ver por única vez; también disfruto ver alguna película. En este vuelo, le toca el turno al protagonista Will Smith, voy a darles pistas: es del año 2016, trata de tres aspectos fundamentales de la vida y aparecen grandes celebridades hollywoodenses como Helen Mirren, Edward Norton y Keira Knightley; si con estas tres pistas aún no lo descifras, te contaré un poco de qué se trata y por qué viene al caso en este mi escrito.

 Muchas personas en la vida buscan hacer el duelo por alguna pérdida de diferentes maneras, algunos se alejan, otros se refugian en alguna secta religiosa o grupo de apoyo, otros cuantos ven en lo superfluo la escapatoria al dolor que llevan dentro, para Howard ―personaje interpretado por Smith― la pérdida más grande de su vida es asumida con rabia y rencor, tanto que olvidó lo valioso del tiempo y lo importante que es amar, pues cuando aparece la muerte, no tienes ni un solo instante de hacer todo aquello que dejaste pendiente por X o Y motivo, he aquí que al final del filme, Brigitte ―personaje interpretado por Mirren―, hace una sugerencia clave en el momento que la pareja de Howard sabe que no volverá a ver a su hija; la respuesta es mucho más impactante y reveladora: “solo encárgate de admirar la belleza inesperada”.

¿Cuántas veces olvidamos lo que realmente nos enamoró de una persona, lo que queríamos ser de chicos cuando grandes, lo que nos llenaba de felicidad y disfrutábamos al máximo?, ¿en qué momento de la vida todo se volvió cuadriculado y responsabilidades, dejando a un lado lo realmente importante?; una de las frases de la cinta que hasta la actualidad siguen carcomiendo mi cabeza, dice:

“todo lo que codiciamos, todo lo que tememos no tener, todo aquello que acabamos comprando, es porque todos nosotros anhelamos amor, deseamos tener más tiempo y tememos a la muerte” ¿Qué piensas tú?.

El estado de la Constitución

“Dentro de veinte años estarás más decepcionado de las cosas que no hiciste que de las que hiciste. Así que desata amarras y navega alejándote de los puertos conocidos. Aprovecha los vientos alisios en tus velas. Explora. Sueña. Descubre”

– Mark Twain.

Distancia: 322km; ruta: Costa noreste; tiempo estimado de recorrido: 5 horas con 55 minutos— gracias a aquella herramienta web de la gran compañía de internet, pude sacar bien los datos de lo que se venía.

—Disculpe, ¿podría venderme un boleto de ida para New Britain, Connecticut?

—Son 25 dólares, por favor.

—Muy bien— saqué del bolso de mano la cartera donde tenía los billetes ordenados por denominación de mayor a menor—, aquí tiene—. Le pasé uno de 50, así tendría más cambio por si se me antojaba algún pasabocas.

— Su cambio y su boleto para hoy, 7 de agosto a las 12 del día, llegando a su destino a las 19:30. Recuerde que el autobús ingresará a la ciudad de Nueva York solo para el descenso y ascenso de pasajeros, no descienda pues no se dispone de mucho tiempo—se levantó de la silla para darme más indicaciones, como para señalarme algo—por favor, diríjase a la sala de espera y cuando sea el momento la llamarán de la puerta de salida correspondiente, presente su boleto y su ID—dijo algo más en inglés que no entendí y luego lanzó un efusivo «¡feliz viaje!»

—Muchas gracias—. Tomé todo lo que me había dejado encima del mostrador y lo guardé en el bolsillo delantero de mi pantalón.

Quedé pensativa tratando de adivinar lo que me había dicho, pero decidí dirigirme a las bancas de tubo metálico y apariencia de destruir espaldas para sentarme a esperar el llamado; de pronto, aparecieron unas terribles ganas de ir al baño, pero temía que me llamaran y no escuchara la información suministrada, todo gracias a los parlantes de la estación, que estaban más roncos que tractor viejo, así que, era casi que imposible entender lo que decían.

Después de unos minutos discutiendo con mi mente, decidí levantarme, pero en busca de las pantallas de salida para ver el itinerario. Desde mi posición, señalé con el dedo en forma descendente, buscando el horario que correspondía a mi viaje y encontré uno muy parecido, pero no anunciaba mi destino, «¿será que me equivoqué?», la duda me llevó nuevamente al mostrador donde se encontraba la vendedora; para mi fortuna estaba sola, así que, con tímida voz, le hablé:

—Disculpe, una pregunta: estoy mirando la pantalla de salida pero por ninguna parte dice New Britain, aunque en el mismo horario aparece uno a otra ciudad que no conozco, ¿hay algún error?

—Señorita —tomó aire profundamente—, como le expliqué hace algunos minutos, en la pantalla aparece Hartford pero su parada es en New Britain. Recuerde que el autobús ingresará a New York y a New Haven, después de esa última, sigue la suya.

—¡Ah, muchas gracias! —«trágame tierra»—, lo siento, no le escuché cuando dijo lo de Hartford.

—Tranquila, ya casi llega tu autobús, así que atenta al llamado, allí le anunciarán su andén de salida.

—¿Sabe si me da tiempo de ir al baño? —ya no aguantaba más.

¡Por supuesto! —una vez otorgado el “permiso”, salí corriendo como en media maratón.

Tiempo después, un corpulento y cuarentón hombre afroamericano, con una potente voz, que no utilizó el micrófono anclado a la pared para notificar la llegada del bus con destino a la ciudad de Hartford; nos llamó a formar fila en una de las puertas de la estación.

  • ¡Hartford, 12 del día! Andén 3, hagan la fila aquí por favor — nos señaló con su grande brazo.

Como hormigas arrieras, uno a uno fuimos pasando por el control de boletos, luego le entregué la mochila al maletero quien ordenadamente preguntaba el destino y como en juego de tetris, acomodaba perfectamente las maletas, colocándoles un número de identificación y entregando la copia a cada uno de los pasajeros. Subí los tres escalones y busqué mi lugar, como siempre, ventana, pues esa sensación de desconexión a través del paisaje desdibujado que me brinda la panorámica, es uno de mis mayores placeres viajeros. Estaba justo en la mitad; acomodé la mochila de mano en el compartimiento de arriba, pero antes saqué los elementos esenciales para el camino: cámara, celular, audífonos y un tentempié. Me senté dejando reposar mi cabeza sobre el cristal, me estaba colocando los audífonos, cuando…  

—¡Hola! — una voz adulta pero dulce, hizo girar mi cabeza para ver quién me saludaba tan efusivamente; se trataba de una señora muy “inglesa”, vestida con tanta pulcritud que alumbraba como un ángel. Se sentó junto a mí, acomodando su canasto de tejidos, pues se veían estambres y pinzas de crochet, debajo del reposapiés.

—Buenas tardes— le respondí, con una amable sonrisa, ella me devolvió una igual o hasta mejor. Le pedí disculpas señalándole mis auriculares y con una seña de “tranquila”, me giré hacia la ventana para dejarme llevar de los ritmos elegidos al azar.

Con todos los pasajeros a bordo, arrancó el bus.

«Aquí vamos».

(Extracto de la saga EE.UU., ¡De película!, Parte II)

¡Atá uto begá!

Viajaba con mi padre hacia una de las rutas marcadas en el mapa y resaltadas con esencia. Como lo saben, esta travesía arrancó en Curramba, en busca de notas musicales y leyendas de la cultura colombiana.

Tomando la ruta 25 y el desvío presente rumbo a Gracias a Dios —y cuando pasas por ese lugar, entiendes el nombre de clamor designado al poblado—, dos horas y media, unos cuantos peajes y baches después, llegamos a San Basilio de Palenque, territorio que aún emana historia y porta el título de ser el primer pueblo emancipado de la época de la colonia en América, aquel donde los valientes esclavos africanos escaparon para vivir en libertad gracias a las hazañas del heroico Benkos Biohó.

El corregimiento conserva el lenguaje, el baile y la gastronomía de los cimarrones — esclavos rebeldes o fugitivos que vivían en palenques —. Cada calle, escuela, hospital o lugar que requiera un nombre, lo demuestra: todo está escrito en criollo palenquero, «qué privilegio tener este pedacito de alma africana en linderos de mi patria», pensé mientras papá seguía conduciendo buscando un lugar dónde aparcar y así empezar a explorar el corregimiento.

Así es, ni siquiera llega a los 5000 habitantes, pertenece a un municipio con el nombre de Mahates dentro del departamento de Bolívar — más conocido por su hiper turística capital: Cartagena de Indias—, y, desde el año 2008, fue declarado Patrimonio Cultural e Inmaterial de la Humanidad.

—Mira, aquí en el parque principal, bajo ese gran árbol lo podemos dejar —le indiqué, considerando que el inclemente clima del lugar obliga incluso a que los autos también estén bajo la sombra, de lo contrario, se convierten en auténticas saunas rodantes.

Una vez que tomé mi cámara, los sombreros y la mochila con el agua, mi progenitor hizo el ya obligado protocolo de salvaguarda del vehículo y empezamos nuestro andar. Caminamos cada una de sus polvorientas calles que le dan un aire a Viejo Oeste y misticismo; algunos murales, además de ser auténticas obras de arte callejero, exponían fragmentos de escritos en aquella mezcla de español, bantú africano, portugués y francés, la única forma que encontraron para comunicarse y que hoy es un lenguaje admirado y protegido.

Las mujeres y los hombres aún usan ropa tradicional de lo que podría ser el suroeste de la República del Congo, la República Democrática del Congo o Angola. Al fondo se escucha un llamado de tambores, los seguimos hipnotizados, sin pensarlo, estábamos en el gran salón comunal.

En la entrada, un trío de hombres pulcramente bien vestidos, a los que me acerqué para averiguar de qué se trataba:

—Disculpe, ¿me podría explicar qué están haciendo?

—Claro que sí— respondió con un acento diferente al de los otros afrodescendientes que he escuchado— están realizando una pequeña muestra de un lumbalú— mis ojos se abrieron en señal de asombro, a lo que el señor comprendió que era ignorante de lo que decía—; es un ritual funerario acompañado de danzas, cantos, música y actuaciones y se hace en horas de la noche, por nueve días y así honramos al que se murió.

—Interesante… — papá parecía filosofo con su mano en la barbilla y procesando todo el contenido cultural de lo que estaba explicando aquel hombre.

—Sí, es algo muy de nosotros, aquí les estamos mostrando un pedacito de esto que hacemos, pero venga le cuento —el palenquero estaba animado a darnos la clase completa de historia en menos de una hora—, nosotros estamos seguros que uno después de morir, regresamos dos veces en el día a la casa, más o menos por nueve días siguientes, a las 6:00 a.m. y a las 5:30 p.m., entonces con los tambores llaman a la comunidad a esas horas, para que vengan a la casa y nos ofrezcan el lumbalú.

—De verdad que es una bonita tradición, ustedes ven la muerte como una transición positiva y alegre, deberíamos aprender, ¿no “apá“?— papá asentó con la cabeza y el palenquero aún más, claro, que siga la fiesta hasta después de muertos, así «sabroso morir»—. Disculpe una pregunta imprudente —allá voy con mi inquietud— ¿ustedes visten iguales, por…?

—¡Ah porque somos orgullosamente la Guardia Cimarrona! —su cara se iluminó diciéndolo—, nos encargamos de darle garrote a los que se porten mal—casi se me salen los ojos de escuchar lo que decía—, y corregirlos.

—Ah ya, como unos policías…

—No señorita, la policía es otra, aquí somos campesinos de día y guardianes de tarde.

—Una pregunta más — doña imprudencia va de nuevo, mi papá sudaba y no precisamente por el calor del lugar, más bien porque no sabe con qué voy a salir, el custodio me mira en señal de que lance la consulta—, ¿me permite sacarle una foto?, de verdad que lucen muy guapos y quisiera tener este hermoso recuerdo —el guardián no se creía tanto elogio, pero procedió. A los que les gusta la fotografía saben todo lo que debemos hacer por un registro único e irrepetible.

Sonó el clic de mi cámara, sonreía incluso más que el mismo retratado, la música y representaciones de fondo fueron el «soundtrack» que amenizó el momento, entre mapalé, auténtica champeta y otros ritmos alegres, nos fuimos alejando para continuar con nuestra exploración.

Niños corrían, jugaban con carritos improvisados, tapas, botellas, pelotas y todo lo que pudieran usar para entretenerse, de vez en cuando se veía una palenquera cargando la palangana llena de dulces tradicionales.

—¡Alegríaaa! ¡Caballitooos! ¡Cocaaadas! Llevo los enyucadooos— papá abrió los ojos, pues déjenme decirles que, él es fan de ese tubérculo que aún no me puede gustar.

—¡Señora! —el grito de papá, paralizó medio pueblo, por supuesto, la palenquera vino a nosotros, descargó su platón y nos lanzó la famosa frase vendedora colombiana:

—A la orden seño —señalaba con su mano el estante ambulante que cargaba sobre su cabeza—, le tengo cocadas, bolas de maní, enyucados, caballitos y alegrías, cuál quiere probar.

—Muéstreme el enyucado —él casi tenía la cabeza dentro del platón.

—Mire, este es, bien pueda pruébelo —no había terminado ella cuando papá ya llevaba medio mordisco, cerró los ojos en señal de satisfacción, esa expresión única de él que no sabes si es dolor o felicidad pero que al final significa complacencia.

—A mi deme una cocada, por favor— le pedí, ella la sacó de la ponchera y me la entregó en una bolsita plástica.

—Deme una bolsa de enyucado, por favor— solicitó mi papá.

—… Y de cocadas para mí— completé yo.

Él sacó la billetera para pagarle a la bellísima palenquera, estaba tan extasiada disfrutando de mi manjar, que olvidé la imprudente pregunta de la foto, sin embargo, mientras se fue alejando, logré inmortalizarla con mi cámara. Después de ese delicioso golosina palenquera, fue necesario pasarlo con agua, pues la garganta estaba seca de tanto acaramelado «esta es la cuota de dulce del año», pensé mientras el preciado líquido refrescaba todo mi cuerpo interiormente.

Los andenes estaban acompañados de animales peculiares, como el chivo y otros tantos, o de lugareños que “tomaban el fresco” de la calurosa tarde. Y entonces vi una mirada que reflejaba años de experiencia y picardía. Me acerqué con la cámara lista para la acción y le pregunté: ¿me permite fotografiarlo?

 Tan solo sonrió y posó.

Era su alma que me miraba fijamente, me sentí intimidada; charlamos un poco de lo que sabía sobre sus ancestros. No estaba solo, lo acompañaban dos hombres con miradas tan profundas que sentía ganas de indagar más sobre sus vidas pasadas y futuras. Les pedí que hablaran palenquero y lo hicieron, papá reía, yo no entendí ni jota, solo espero que aquello fuera una bonita expresión.

Con un fuerte apretón de manos, papá se despidió de los seductores, yo en cambio, solo alcé mi mano de lejitos e hice la señal de “adiós”, a lo que uno de ellos respondió ¡Atá uto begá!, entendí que me dijeron hasta luego en criollo palenquero, sonreí y seguí. 

Continuará…

Extracto de mi libro Soul.

Mazatlán: un viaje irrepetible

21 de febrero del 2014, 8 de la noche; el avión procedente de la ciudad de México arribó a Mazatlán, famoso centro turístico del estado de Sinaloa y hogar del cantante ranchero Pedro Infante. Estaba emocionada de pisar tierras sinaloenses, aunque horas antes y por un accidente, sin darme cuenta, me había lastimado seriamente el pie, pero las ganas de viajar y conocer un lugar más, hicieron que mi mente mitigara el dolor y prosiguiera… más adelante vendrían las consecuencias. 

A las 9 pasaditas estaba en la bahía, junto a mi pareja, disfrutando de un precioso atardecer, de esos que se saben pintar en el cielo invernal para el lado Pacífico. Luego de llegar al hotel e instalarnos, decidimos descansar, pues el pie ya no aguantaba una caminata más, por lo tanto fue el momento propicio para que Morfeo  — y mi pareja — me abrazara profundamente, llevándose mi tortura y cualquier otra mala sensación.

Crecí en un una región de Colombia donde muy cerca de allí, los combates ejército-guerrilla estaban a la orden del día, por lo tanto, era normal que, a cualquier hora del día, los helicópteros pasaran por encima de casa como si fueran a levantar el techo y arrasarlo todo. Recuerdo tanto ese sonido y más, porque mamá lo acompañaba con un «¡No!, la guerrilla volvió a atacar…», por lo tanto, escucharlo en cualquier otro momento o lugar me llevaba a repetir la misma expresión. Y así lo hice esa madrugada de sábado que, no solo quedaría grabada en mi memoria, sino también en todos los noticieros del mundo.

Casi siete de la mañana, 22 de febrero. Un estruendo retumbó en mis oídos, de inmediato, sentí que estaba en mi tierra; entredormida giré muy asustada y le dije a mi pareja  «¡Amor despierta!, ¡creo que la guerrilla está atacando!…», él, aletargado respondió con una expresión que detestamos las mujeres: «ajá»… ¡lo veía chiquitito!, quería tirarlo de la cama y hacerlo entrar en razón. Nuevamente el estruendo, esta vez más despierta pude comprender que se trataba del conocido «golpe de alas» que emiten los helicópteros; sobrevolaba tan bajo que podías oler el queroseno y sentir la fuerte vibración en todo tu cuerpo. Me incorporé de inmediato, sabía que no era un sueño, entonces lo desperté de un solo grito para que esta vez sí me tomara en serio. 

No sé qué pasó por mi mente, pero empecé a decirle que la guerrilla estaba atacando, él por supuesto no comprendía cuál guerrilla o de qué hablaba yo, así que decidió abrir las ventanas —fatal error en una cadena de errores— para demostrarme, primero, que no estaba en Colombia y, segundo, que no pasaba nada.

Su expresión fue indescriptible cuando vio cómo se acercaba un bestial aparato de esos, ¡casi se le salen los ojos!, me reí con tantas ganas, aunque creo fue una carcajada nerviosa; «¿qué está pasando?» pensé, intentamos volver a dormir pero fue imposible, el sobrevuelo constante de los Black Hawk no dejaba conciliar nada, los pensamientos se tornaron turbios y complejos, él tan solo me consolaba recordándome que estábamos en México, así que no era nada de lo que imaginaba —era peor—, que, de pronto era un entrenamiento militar o algo por el estilo.

Decidimos alistarnos para empezar el recorrido de ese día, pensábamos ir al malecón de la ciudad, ir a la punta más al sur hasta llegar a la zona hotelera. Cruzamos la calle, la escena parecía de apocalipsis zombi o algo por el estilo, literalmente éramos los únicos humanos en un promedio de 6 calles, «¡te dije que algo pasaba!», él me miró por primera vez sin tener una respuesta, para rematar y ponerle más misterio al asunto, tanto su teléfono como el mío se habían quedado muertos, no sabíamos qué estaba pasando; dos calles más arriba, sobre una de las avenidas principales, los tanques de guerra eran lo único que sobresalía en todo el sector, los retorcijones en el estómago aparecieron, el corazón literal lo tenía en la garganta y el pie me empezó a doler agudamente. 

Un ciudadano pasó trotando como si nada, lo detuvimos, él seguía trotando en el sitio mientras nos decía «agarraron al Chapo»… empalidecí, el chico siguió su camino y nosotros nos quedamos congelados, nos miramos fijamente, soy colombiana, y justo estaba a la hora y lugar no adecuados, pues habían capturado a uno de los más buscados capos del mundo, mi ex era «tan él» que solo me dijo «ven, busquemos dónde desayunar y pensamos qué hacer»; si las miradas mataran, creo ese día había cometido mi enésimo asesinato.

Un solo restaurante estaba abierto en más de un kilómetro a la redonda, el despachante era de la zona y tenía las noticias del radio a todo volumen «eso debe ser otra broma…» decía con tanta gracia que, yo ya no sabía si estaba en la pega mejor planeada del planeta o de verdad lo habían agarrado; «¿qué les sirvo?», nos preguntó con una expresión de felicidad, mi ex pidió comida como si no hubiese un mañana —lo comprendí — y yo, mi habitual café con pan, no tenía ganas de nada. 

Escuchamos atentos cada detalle de la captura, de pronto mencionaron algo de cartel colombiano, quería que la tierra se abriera y me tragara. Mi pareja le pidió el favor al señor si podíamos cargar nuestros celulares y él accedió, luego de verificar que ya estaba con suficiente batería, hizo una llamada indispensable a un conocido que vivía en la ciudad y nos confirmó que efectivamente era cierto y que además, «debíamos esperar ese día en el hotel o alejarnos de la zona de captura», lo que era casi imposible pues estábamos a un kilómetro del punto. Mi ex le dijo en clave mi nacionalidad, la respuesta fue peor: «dile que ni hable…», me tragué la lengua —metafóricamente—; en ese viaje teníamos contemplado ir a El Rosario y El Fuerte, dos preciosos pueblos mexicanos, pero su amigo nos dijo que ni de chiste saliéramos de Mazatlán, pues era «segura» comparado con los alrededores, donde tenían planeado empezar una guerra en represalia por la captura de su máximo líder. Me sentí en una encrucijada. 

Debíamos estar tan lejos pero tan cerca donde no peligráramos, mi pareja conversó con el dueño del restaurante sobre un lugar tranquilo al cual pudiéramos ir, él le recomendó la isla Venado que estaba justo al frente de la ciudad pero lejos del caos. Salimos a buscar el muelle de lanchas y, al pasar por el boulevard, empezaron a salir las personas, no sé de dónde pero parecía un río; los helicópteros seguían sobrevolando, ese día había una maratón así que armaron todo para que se llevara a cabo, como si nada hubiese pasado. En el muelle negociamos con un lanchero quien nos cruzó y fue el encargado de regresarnos cuando todo hubiese calmado; la isla era un pedazo de paraíso en medio del infernal momento vivido, mi alma regresó aunque mi pie, tal vez por el estrés, agudizó el dolor, sin embargo, al momento de sumergirme en el mar, todas mis penas desaparecieron por ese día.

Al regresar al hotel y luego de quitarnos toda la sal tanto del mar como del susto, decidimos ir a cenar hacia el lado opuesto de los hechos, pues yo no quería ni estar medio cerca por si las moscas… al llegar quedamos boquiabiertos, todo estaba tan normal que no lo podíamos creer: las calles atestadas de gente, música por doquier, discotecas, bares y restaurantes abiertos de par en par, sin embargo, él y yo decidimos seguir un perfil bajo y cuidarnos, no sabíamos en qué momento se presentaría un ataque, así que, cenamos con la mayor precaución del caso, siempre atentos y una vez terminamos, regresamos a descansar. Pude relajarme una vez estuve en el refugio que consideraba mi lugar seguro: la habitación del hotel.

Por supuesto, las llamadas y mensajes por parte de nuestros familiares que sabían que estábamos allá, no pararon de llegar, en especial mi familia desde Colombia. Por suerte, después de 3 días en el Pacífico mexicano, nuestro viaje llegó a un cuasi feliz término, lo digo porque de regreso, ya en el aeropuerto, el dolor era tan insoportable que me atendió el médico del terminal aéreo, deduciendo que, por el estado de hinchazón y color en el que se encontraba mi extremidad, se trataba de una fractura o fisura, así que, lo inmovilizaron y me obligaron a ir a la sala de espera en una silla de ruedas, lo que fue ventaja pues fui la primera en subir al avión. Llegando a casa y después de una radiografía, se confirmó que tenía una fisura del quinto metatarsiano y lo que siguió después fue una incómoda férula por 15 días.

Aunque el primer día de mi aventura sinaloense estuvo acompañado de mucha adrenalina y momentos de nervios, déjenme decirles que, disfruté mucho de su casco antiguo, las playas, un buen plato de marlín, una helada cerveza Pacífico, de recorrer el malecón con mi «pata mala» y sacarme la tradicional foto en el monumento a Pedro Infante. 

Como se lo cuento a mis amigos y familiares, por siempre, el viaje a Mazatlán, será un viaje irrepetible.

Fire Island

Eran las 7 de la mañana, los Backstreet Boys animaban mi despertar; me quedé un instante en la litera recordando dónde estaba y sonreí, aunque algo incomodaba mi mente, no sé, tal vez tuve un mal sueño pero no lograba recordarlo, «siento que algo va a pasar, ¿qué será?». Despacio y sin hacer ruido, pues las demás chicas del aposento aún dormían su agitada noche de fiesta, me alisté para empezar jornada, y como quien no quiere perder el tiempo, después de tomar un ligero desayuno —café con pan— fui a la estación de trenes Pennsylvania para llegar a mi primera parada del trayecto.

Estaba decidida a conocer aquel lugar donde Joy —What Happens in Vegas— encontraba su lugar feliz, más aún porque las torres localizadas en la punta de alguna isla, barranco o en medio del mar, cuya única función es ser guía, como un lucero iluminando cada noche las oscuras aguas del océano, son de mis favoritas.

Hallarlo no fue tarea fácil, pues cada vez que consultaba en internet por el lugar, siempre me referenciaban otros escenarios, como los que aparecen en Half Light y The Ring; no me di por vencida, la terquedad y pasión por hallarlo fueron el motor de búsqueda. Finalmente lo encontré: debía dirigirme a la pequeña isla Fire en el estado de Long Island. ¿Cómo llegaba?: tomando el tren hasta Bay Shore, descender en esa estación, ir a la taquilla de ferri del lugar, abordarlo, cruzar un canal y una vez en la isla, caminar unos 500 metros hasta topar de frente con el objetivo. «¡Qué fácil!».

Y así lo hice, o bueno, casi exacto como lo pensaba: abordé el tren, me senté plácidamente en la silla y contemplé el paisaje por la ventana, eso marcó el inicio de mi ruta. El recorrido fue amenizado por el pianista Ludovico Einaudi, a quien escuchaba en mi reproductor de música. Sublime banda sonora que acompañó mi camino, comenzando con su composición titulada Primavera; cada nota del piano creaba una grandiosa sinfonía al compás del roce de las ruedas del tren.

Tan absorta estaba que no escuché el anuncio de las bocinas y seguí de largo, llegando hasta un poblado llamado Sayville. «¡Jadranka, te pasaste…!». De inmediato, y antes de que el tren iniciara nuevamente marcha con rumbo a no sé dónde, guardé el reproductor en mi bolsillo, descendí del coche y salí del lugar para pedir nuevas indicaciones. A cada persona que le preguntaba por mi destino aventurero me decía que debía contratar un taxi acuático; «esto saldrá caro».

Con el objetivo de encontrar el servicio de transporte, caminé por el muelle que bordea la costa del poblado, preguntando a cada uno de los establecimientos que allí se encontraban si me permitían usar su teléfono. Por supuesto que la gran mayoría no me vio con buena cara, incluso algunos me ignoraron, pensé que esto era una mofada malvada del destino, quería regresarme, pero mi meta podía más que los obstáculos, «entraré a este y, si me dice que no, me regreso a la ciudad».

—Hola, buen día.

—Hola, bienvenida, ¿Qué necesitas? —Un apuesto hombre, de unos veintitantos cuasi treinta como yo, de cabello negro, blanco y unos ojos claros que resaltaban sobre toda su presencia fue quien me dio la bienvenida al lugar.

—Sí, bueno, no requiero nada de su tienda, por cierto, muy bonita —«Jadranka, enfócate»—, más bien es un favor… Estoy perdida y necesito llegar acá —le mostraba en el mapa—, pero me dicen que debo tomar un taxi acuático, el problema es —suspiré—, que no tengo teléfono para hacerlo.

El chico sonrió. Pensé que estaba ante un ángel, puedo jurar que vi su aureola; sacó el móvil de su bolsillo y me lo pasó.

—Toma, llámalo.

—Sí, es usted muy amable, pero no tengo ni mínima idea de cómo hacerlo o a quién llamar. —Él volvió a sonreír—. ¿Será mucho pedir si usted me hace el favor de pedirlo?

—Claro que sí. —Marcó un número en su teléfono y lo puso en altavoz, de inmediato contestaron, el chico les habló para pedir el servicio—. Me piden tu nombre…

—Jadranka.

Él siguió hablando y después colgó.

—Dice que llega en media hora, ¿tienes prisa?

—No, estoy de vacaciones así que… tiempo es lo que tengo. —Una tímida sonrisa salió de mis labios.

—Vale, ¿quieres mirar algo mientras tanto? —Me guiñó el ojo; quería decirle «Sí, a ti», pero no, solo le dije que muchas gracias y que esperaría afuera. Me despedí del cuasi modelo americano y, como novia de pueblo, salí a sentarme en la orilla del muelle para esperar el transporte.

Casi treinta minutos después, el taxi arribó al muelle, estaba tan emocionada como Chuck Noland —Cast Away— cuando lo rescataron.

—Buen día, señorita, ¿a dónde vamos? —me preguntó un apuesto y joven conductor, de unos treinta y tantos años, músculos bien marcados, con camisa perfectamente blanca, bermudas de dril azul índigo y unos ojos tan claros como el cielo que nos acompañaba ese día. «¿Acaso acá viven todos los chicos lindos de los Estados Unidos?».

—Buen día, señor, vamos a este lugar. —Le enseñé el mapa donde estaba marcado el rumbo, acompañada por nervios a lo desconocido, pero a la vez emocionada de saber que pronto se cumpliría uno de mis sueños de este viaje—. Pero, por favor, me espera en el desembarcadero por unos instantes y de regreso me lleva al muelle más cercano a la estación de trenes.

—Muy bien, ¿sabe la tarifa? —preguntó como quien no cree que tenga el suficiente presupuesto para pagar el error cometido.

—Sí, señor, la operadora indicó que son casi 60 dólares.

—Es correcto, entonces vamos a su destino; por favor, use el chaleco salvavidas que tiene al lado suyo.

Nos fuimos alejando poco a poco de la plataforma de madera. Desde el horizonte el pequeño poblado de pescadores empezó a desvanecerse hasta que solo se visualizaba una perfecta línea dividida en dos tonos azules: uno claro que correspondía al firmamento y uno oscuro, al océano. El ruido del motor del bote no me dejaba escuchar ni mis pensamientos, pero tenía un objetivo en mente y era lo único que importaba. Después de unos minutos de navegación, por la ventana del taxi alcancé a ver la silueta de una elegante infraestructura que sobresalía sobre cualquier otro aspecto del paisaje; formaba parte de mis lugares que ver antes de morir desde el 2008, cuando la vi por primera vez en aquella escena, y ese día estaba cerca de palparla; un cóctel de emociones revolvió mi cuerpo. Arribamos a un rústico atracadero de madera que contrastaba muy bien con el paisaje que lo rodeaba.

Salimos del bote, él aseguró la nave para que no se fuera de nuestra vista y, de inmediato, me hizo una leve introducción del lugar.

—¿Sabías que pocas personas vienen hasta este punto? Esta isla es más conocida por las playas que, desde el mes de mayo, visitan mayormente personas de la comunidad gay del Estado y sus alrededores.

—¡Oh, no tenía ni la más mínima idea! —contesté bastante sorprendida—. Bueno, yo vine seducida por este encanto que ves al fondo —le señalaba la torre que se encontraba a unos cuantos pasos de allí—. La encontré por casualidad, «o causalidad», en una secuencia romántica de unos de los filmes de Hollywood.

—Es verdad —me respondió mientras dirigía su mirada al paisaje y lo contemplaba—, este es un lugar propicio para un gran encuentro amoroso, ¿quieres ir a explorar? Aquí te estaré esperando, ¡ah!, pero… ¿quieres una foto?

—Sí, por favor —saqué la cámara del bolsito—, voy a cuadrarla para facilitarlo todo.

Después del retrato, salí por el camino entarimado rodeado de la más verde grama que jamás había visto. Me acerqué para ver mejor sus grandes franjas negras con blanco y aquella casa del lado, de bloques grises con techo rojo; todo encajaba muy bien con la arena dorada de la playa y el azul del cielo. Fue el faro más hermoso que jamás había visto hasta el momento, convirtiéndose en un sueño cumplido.

Parte de mi libro EE.UU. ¡De película! Parte I. pag. 35 – 42.

Inceptum

“Comer, rezar, amar”, “Salvaje”, “Bajo el sol de Toscana”, “Las últimas vacaciones”, “La vida secreta de Walther Mitty”, “El camino”; podría continuar con la lista en español de una serie de películas que he visto a lo largo de la última década de mi vida, filmes que te llevan a pensar realmente ¿Qué estás haciendo con tu vida? ¿Es esto lo que quieres hacer siempre?

Mi aventura por explorar parte del cono sur latinoamericano nació después de varias horas y días de meditación y profunda reflexión. Estuve a punto de renunciar a mi empleo como docente universitaria, vender la casa que acababa de comprar, volver al momento donde un año atrás había esparcido las cenizas de mi madre como señal de despedida e hice aquella promesa en el silencio de mi mente: que sería muy feliz. Estuvo presente ese deseo de decepción por todo lo que hasta el instante estaba viviendo y que ninguno comprendía más que mi propia conciencia.

Fue ese el momento cuando me di cuenta que era hora de emprender esta aventura, considerando eso sí, lo verdaderamente arriesgado y responsable que significaba iniciar mi escapada a tierras sureñas; la verdad no estaba en lo absoluto preparada para lo que me esperaba. Este viaje también estuvo dividido por etapas, por meses, por regiones, incluyó lugares de aquí y de más allá, todo sin cruzar el charco ni pasarme del Tapón del Darién.

Llegó el momento donde soporté fuertes cambios de clima y sus consecuencias en las extremadas ―cuasi fatales― maniobras aéreas de los aviones que abordé, los golpes y morados generados por las caídas y tropezones de los caminos agrestes por los que anduve o de los témpanos de hielo que exploré; el agotamiento y las privaciones a una exquisita comida ― ¡Dios! ¡Cuánto anhelé muchas veces un platillo de esos caseros que no tienen ningún valor monetario!―, la sed y el hambre que estuvieron presentes siempre, el extremo frío antártico y el sofocante calor de la selva, la soledad y las profundas conversaciones sobre lo que dejaba y realmente anhelaba; todo sucedió en los más de 10,000 km de recorrido que hice desde que me subí en el avión que partió de la calurosa, tropical, húmeda Barranquilla hasta el día que pisé nuevamente a suelo colombiano.

Mi regreso cargaba una mochila más pesada por los recuerditos que compré en algunos lugares, pero el alma más liviana gracias al abandono de mis miedos, rencores y traumas, en cada uno de los pasos que di en mi aventura sureña. Aprendí además que, un viaje no comienza cuando subes a un medio de transporte, el verdadero éxodo aparece cuando cansada de todo, tomé la decisión de irme.

He aquí el Inceptum de este episodio de mi vida, lleno de interrogantes, reflexiones, llanto y desesperación. No fue solo armar una talega con lo básico para no afectar mi hiperlordosis lumbar por el peso, o para darle motivos a la aduana de rebuscar lo que no existe; esta peripecia inició desde el instante en que empezaron las preguntas existencialistas, cansada de levantarme y salir a laborar ―y no me quejo de mi antiguo empleo, era bueno y bien remunerado―, mi dilema existencial iba más allá.

Un momento de impulso, de esos arrebatos fugaces que te lanzan a cometer locuras sanas, fue el que me golpeó aquella madrugada mientras revisaba un artículo que debía postular a una revista científica del área de mi experticia, en ese instante decidí ingresar a la página de mi aerolínea favorita y hacer uso razonable de las millas que había ganado tiempo atrás, escogí el largo receso académico que tenemos en la semana de Pascua ―Semana Santa o Semana Mayor, como se le conoce en mi país―, y elegí como destino el país de los alfajores, el tango y el mate: Argentina.

Lo que viví, ni siquiera MasterCard lo podría pagar…

Tambores alegres y viajeros

Barranquilla se alistaba para su jolgorio mundialmente conocido, aquel que se celebra 4 días antes de la cuaresma y que empata con el evento religioso del Miércoles de ceniza, haciendo que la expresión coloquial “el que peca y reza, empata”, cale perfectamente en esta pequeña ciudad colombiana. Yo, enemiga de los tumultos, alistaba mochila para huir de Curramba ese fin de semana; en esa ocasión, viajaría con mi padre.

—Hijo—así le digo a mi padre, tal vez porque es un travieso adulto mayor que a veces se comporta como un niño, je, je, je—, ¿ya alistaste todo para el viaje?, incluso ya tengo el mapa, el motivo y la música elegida para ambientar nuestro andar.

—No hija, ¿Qué necesito?

—Bueno, gran parte será bordeando el río Magdalena, así que primordial que lleves tu pantaloneta, lo demás ya lo conoces: ropa para el intenso calor de la región. Nuestro maestro y guía de viaje será el gran Rafael Escalona, él menciona varios poblados por aquí cercanos, también tenemos al maestro José Barros y otros tantos importantes compositores colombianos, así podremos entender de primera mano, muchas leyendas hechas canciones y aquellas inspiraciones que los llevaron a componer, ¿Qué dices si vamos en busca de esos lugares?

—¡Me parece genial, hija! — pude ver la cara de felicidad de papá, era un gran plan y todo lo que incluyera aprender más a través de los viajes, lo convertían en una auténtica aventura, haciendo honor a nuestro apellido—, podemos ir a Mompox…por ejemplo…

—¡Claro que sí! ¡Y conocer a la preciosa Momposina! — yo también estaba emocionada, no veía la hora de que arrancáramos—; voy a revisar a “copito de nieve”—así había bautizado cariñosamente al auto que teníamos, el apodo era más que lógico: se trataba de un mini color blanco que simulaba ternura—, y verificar que todo esté en orden para la ruta.

Después de la verificación, subimos las mochilitas en la parte trasera de “copito” y con la memoria extraíble en el radio del vehículo, empezamos nuestro viaje musical…

Primera melodía: Atlántico, interpretada por el creador del ritmo conocido como Merecumbé, el gran maestro Pacho Galán, ¿la razón?: tomamos la Ruta nacional 25 que atraviesa parte del departamento homónimo de la canción y del cuál haríamos una desviación para conocer un poblado con una inmensa riqueza histórica y cultural: San Basilio de Palenque.

Sí, muchos criticarán el camino largo, pero, ¿acaso no es hermoso tener el tiempo de conocer pueblitos que hacen parte de la letra de un tema pegajoso?, pues no se alcanzan a imaginar todo lo que vimos tanto en el camino como en el paso por los diferentes municipios y corregimientos que la rodean.

Esta historia continuará…

(Extracto de mi próximo libro; ¿te gustaría saber cuál será?, queda atento a las publicaciones que realizaré próximamente)

Un verano en Nueva York

Central Park, dicen las malas lenguas, es el segundo parque urbano más grande de este vasto planeta —sin planearlo y por cosas del destino, en este viaje también conocería el primero—. «¿Será eso cierto?», pensé mientras cruzaba la calle y decidía ir a explorar una pequeña parte, antes de dirigirme a mi meta del día. Al ingresar, encontré un letrero que decía «Great Hill», continué por el camino que lo rodeaba; a mano derecha, un sendero serpenteante me sedujo, sus rústicas escaleras de piedra fueron la invitación a un mundo misterioso. El ambiente emanaba aroma a «no te salgas de la ruta», sin embargo, me dejé llevar e ingresé a la estrecha alameda cuyas ramas podía sentir que me querían atrapar.

Miré hacia atrás y estaba completamente sola, solo escuchaba los graznidos de las aves. Saqué el mapa de la mochila tratando de localizar dónde estaba, pero fue en vano, así que seguí adelante; aquellos rayos de sol que iluminaban la mañana desaparecieron entre los árboles y solo lograba ver las grandes copas verdes. Empecé a caminar meticulosamente mientras mi cabeza giraba para ambos lados en señal de alerta.

Estaba perdiendo la esperanza. «Jadranka, extraviada para siempre en Central Park», pensé por un instante. De pronto, delicados destellos de luz volvieron a aparecer entre la espesa arboleda, sus ramas se iban alejando del sendero y algo brillante que venía desde la tierra iluminaba el entorno, se trataba de una gran fuente de agua, como un estanque; sentí paz, la gente empezó a aparecer como por arte de magia. Escuché agua correr, «debe ser una cascada», me dije mientras seguía avanzando por una escalera de piedras. Una vez abajo, al frente de la senda, un inmenso arco con adoquines perfectamente encajados, como un túnel del tiempo, tan antiguo y elegante que me dieron ganas de atravesarlo, pero me quedé fijamente observándolo.

Escuchaba pasos que venían de atrás, giré un poco el dorso para ver quién era, pero no vi a ninguna persona cerca; una corriente helada de aire corrió por mi cuerpo, algo ilógico en los días de verano. Los pasos se acercaban cada vez más hacia donde yo estaba, me paralicé. El ambiente se tornó aciago, oscuro; desde el otro lado del túnel emanaba un almizcle a lirios, árboles y estanque.

De improviso, se detuvieron los pasos y…

—¡AHHH! —un fuerte grito salió de mi cuerpo luego de sentir una mano que tocaba mi hombro. Al voltear, vi una pareja de simpáticos ancianos, angloamericanos, de estatura media, muy bien vestidos y ojos que guardaban leyendas.

—Disculpe, señorita, no fue mi intención asustarla, solo quería preguntarle si nos puede sacar una fotografía, con aquel arco del fondo, es que usted es la única que está aquí.

Estaba temblando, pero accedí a tomarles la fotografía.

—¡Cla-a-ro! —mi voz estaba entrecortada—. Ubíquense en este lado —les señalaba un punto con el mejor ángulo, ellos obedecieron mi indicación—. Muy bien, por cierto, ¿qué lugar es este?

—Linda, estamos en el arco Glen Span; es hermoso, ¿verdad?

Sonreí en señal de confirmación de su apreciación, y con cámara en mano, me alisté para retratarlos.

—Aquí vamos, 1, 2, y 3, ¡whisky!

Ellos sonrieron y el clic de la máquina sonó indicando que ya estaba lista la imagen, apagué la cámara y se la alcancé al señor. Ya se disponían a continuar su camino en dirección al arco cuando el simpático anciano me hizo una advertencia:

—No deberías estar solita en un lugar como este, estos árboles guardan una historia de hechos violentos ocurridos hace 23 años muy cerca de aquí. —Me guiñó el ojo, se volteó y mientras se alejaba, con su mano izquierda, alzada, hizo una señal de despedida.

Me giré para tomar el camino y buscar una salida, pero quería preguntarles más sobre los hechos, al voltear ya no estaban. «¡Es imposible!, ¿cómo pueden caminar tan rápido?, ¡tienen más de 80 años!», empalidecí. Cerca escuchaba carcajadas de infantes que provenían del túnel; en un instante, un grupo de madres con sus hijos cruzaron el arco, aproveché para preguntarles:

—Disculpe, ¿de casualidad acaban de ver una pareja de ancianos que se fue por allí? —les señalé el camino por donde ellos venían. Al unísono respondieron un rotundo no. Con mi cara pálida, les di las gracias y me uní a ellos para regresar a la multitud, no quería pasar un minuto más en ese lugar.

Salí del parque hacia el lado de Central Park West, crucé la calle y bajé unas escalinatas que me llevaron a la estación del metro —mi primera experiencia con otro de los casuales escenarios neoyorquinas: el subway—. No sé ni cómo ingresé al coche sin perderme, solo sé que pocas estaciones después, descendí en la 81st, lugar donde el agente J —Men in Black II—, desneuraliza a los pasajeros que vivieron un encuentro cercano con un alienígena y les indica que la ciudad les agradece la participación en el simulacro antiterrorismo. Bueno, ese día mi cerebro no fue borrado para olvidar algún evento. ¿O será que sí pasó y no lo recuerdo?

Una vez afuera de la estación fui en dirección sur. Por la misma acera en la que yo estaba, se acercaba un hombre de unos casi 1,80 de estatura, cuerpo ectomorfo, perfectamente marcado y piel blanca pero no deslumbrante. Cuando estuvo frente a mí nuestras miradas se quedaron congeladas, penetrando mi memoria con sus impactantes ojos azules, sumergiéndome en un mar de pensamientos hermosos. Él esbozó una sonrisa entre pícara y angelical que iluminó mi rostro, su cabellera se movió al ritmo de la brisa y destellos dorados salieron de ella, olía a perfume creado por los dioses. ¡Qué hombre tan precioso!

Pasó tan cerca que podría asegurar me rozó el hombro. «Un momento, yo lo he visto… ¿Acaso es… ¡Owen Wilson!?». Quería volverme a alcanzarlo, pero no estaba segura. «¿Qué hago? —pensaba mientras seguía mi ruta—, ¿me regreso o dejo pasar esto?». La indecisión ganó la batalla y continué, desamparando el acontecimiento a la imaginación, «¡tonta, tonta, tonta!». Tal vez mi mente me jugó una clase de pareidolia cinéfila, todo gracias al destino que tenía en mente.

Volví en sí, y después de avanzar unos metros llegué al Museo de Historia Natural. Mi rostro parecía el emoticón que tiene corazones en los ojos, así como quien ve al amor de su vida. Alcé la mirada y vi la estatua ecuestre de Theodore Roosevelt, acompañado además por dos personas a cada lado. «¿Quiénes son ellos?», me preguntaba mientras veía la fachada y en la parte superior de la misma, leí: «TRUTH, KNOWLEDGE, VISION», lo que traduce «Verdad, Conocimiento, Visión», ¡qué grandes palabras!

Subí los casi treinta peldaños y en la cima de ellos un trío de puertas giratorias me exhortó a pasar, solo que no sabía cuál escoger, así que me fui por la de la derecha. Al ingresar, dos gigantes columnas color naranja, semejantes al mármol, adornaban la entrada, avancé unos pasos más para dirigirme a la taquilla, cuando, ¡oh sorpresa!, conocí al travieso Rex —Night at the Museum—, ¡qué impresionante! Mis ojos vieron por primera vez los huesos reales de un extinto tiranosaurio. «¡Guau!, quiero que se despierte y podamos jugar».

Compré mi boleto y, una vez adentro, como chiquilla curiosa, fui en busca de cada uno de los personajes de la película. No sabía ni por dónde empezar, así que seguí la indicación del funcionario: «el recorrido empieza por la derecha». Entonces, ingresé a la exposición del planeta Tierra, aprendí sobre la historia de la creación y visité la sala de los mamíferos norteamericanos donde conocí a Manny —Ice Age—, el famoso personaje inspirado en el gigante paquidermo que dejó de existir hace millones de años.

En el segundo piso recorrí la sala Akeley, allí encontré al travieso Dexter, aquel mono capuchino encargado de hacerle la vida a cuadritos a Larry. La siguiente planta contenía una serie de salones dedicados a las culturas americanas, pero tristemente, no estaban ni Sacajawea, Octavio o Jedediah, aunque me divertí viendo al gran Tontón. Mientras recorría el piso, al igual que Annie Braddock —The Nanny Diaries—, observé y analicé cómo la antropología va formando el comportamiento y costumbres del hombre, hasta llevarlo a lo que conocemos en la actualidad. Seguí…

Cuando estuve en el cuarto nivel, mis ojos se congelaron al ver la representación fosilizada de los dinosaurios. «¡Pero qué increíble!, ¿de verdad todos estos animales vivieron hace millones de años antes que yo?», no lograba procesar tanta información contenida en un solo lugar. Quería conservar un gran recuerdo de mi visita, así que con amabilidad busqué a un asistente que pudiera sacarme una foto:

—Disculpe, señor —me dirigí a un visitante que se encontraba en la sala—, ¿podría tomarme una foto, por favor?

—¡Por supuesto!, ¿con cuál la quieres?

—No sé, son tantos que aún no me decido por el modelo.

—¿Y qué tal este? —me señaló un triceratops.

—Mmm, pero hay mucha gente haciendo fila para sacarse una foto allí, ¿qué tal ese solitario? —le señalé un velociraptor.

—Perfecto, posa para la cámara.

Una luz roja iluminó mi rostro, el señor realizó el famoso conteo: «uno, dos tres, ¡whisky!», se escuchó el clic y en milésimas de segundo el momento se inmortalizó en una imagen fija.

—¡Muchas gracias!

Me despedí del caballero, quien me entregó la cámara, y salí de la sala hacia las escaleras para descender nuevamente al recibidor del museo. Contemplé a Rex por última vez, «vamos, despierta travieso», sentí felicidad y nostalgia, apenas llevaba unas cuantas horas en la Gran manzana y ya había cumplido con el primer asunto de la lista. Recordé sacarla, pues la cargaba en la mochilita, la desdoblé y taché ese punto.

30 imperdibles en mi aventura veranera.

  1. Encontrar a Rex, Dexter, Theo, Sacajawea y cada uno de los personajes de Night at the Museum, en mi visita al Museo de Historia Natural.

«Hecho. Ya tan solo faltan 29 de los 30, ¡ja, ja, ja!».

La relatividad del tiempo estuvo presente, solo recuerdo haber agotado la batería de mi cámara; fue el mejor gasto hecho desde que pisé suelo americano.

Extasiada de tanta historia, y para conocer un poco más, decidí explorar el vecindario donde se encontraba el hostal. Letreros en español en los diferentes edificios me recordaban que ese era un territorio latino. Cuando cayó la noche, a cuatro calles en dirección este del hospedaje, fui a una taberna tipo irlandés, me senté en la barra, lugar ideal para ubicarte cuando vas solo y quieres colectivizar; pedí una cerveza sin alcohol y entablé conversación con el camarero.

Las voces de los asistentes se entremezclaban con las canciones anglosajonas tipo rock que salían de los altavoces; ya casi era media noche, tiempo límite asignado a mi experiencia tabernera, la señal fue la canción Police on my back de The Clash que aparece en el fondo de la última escena de Man on a Ledge; pagué la cuenta, di las gracias al guapísimo bartender y salí rumbo a mi aposento. Una agradable caminata de cinco minutos me sirvió para bajar un poco todo el líquido contenido en mi organismo, también disfruté de la ciudad noctámbula. Por fortuna, el bar estaba cerca del hostal, pues no quería arriesgarme a tomar un taxi y encontrarme con Marcus Andrews —The Bone Collector—, convirtiéndome en su próxima víctima.

(Fragmento de mi libro EE.UU., ¡De película! Parte I)

Mi primer anécdota de viaje

Cartagena de Indias, verano del 90′, este histórico y emblemático patrimonio de la UNESCO colombiano, fue el destino de unas vacaciones familiares en la que estaba acompañada de mis padres y mi hermana. De esta excursión quedaron marcadas dos fuertes experiencias en mi vida.

Empecemos…

Una soleada mañana en la Heroica, nos encontrábamos recorriendo uno de los íconos de la ciudad: San Felipe de Barajas, fortificación construida en el siglo XVII para defender la localidad de las invasiones de otros colonizadores europeos; además de las grandes paredes de piedra caliza perfectamente encajadas, mi memoria recuerda que ese día caminaba de la mano de mi padre, en un momento ingresamos a un oscuro pasillo que cada tanto mostraba claros de luz. El guía relataba la historia del lugar, yo, al ser una infanta de 7 años, solo tenía curiosidad ―tradúzcase “ganas de travesuras” ― por ver más allá.

Para aquellos que aún no visitan la ciudad o no conocen el castillo, les cuento que su construcción está hecha para que los invasores no pudieran ingresar, pero, en caso de hacerlo, tenían formas ―para nada diplomáticas― de sacarlos de allí; el pasillo se achicaba un poco más con cada avance que hacíamos, de tal forma que los adultos debían agacharse. En un santiamén esbocé el grito más seco que pude emitir, pues me resbalé por una de las trampas laterales del edificio. Tan rápida fue la reacción de mi padre que solo milésimas de segundos pasaron para que cayera totalmente hacia lo que una vez tenía las aguas del mar Caribe. Cuando me sacaron de la escotilla, el llanto fue incontrolable, el regaño de mis padres por su preocupación no se hizo esperar y la cara de asombro del guía es imborrable de mi mente. Afortunadamente solo fueron leves rasguños y el recuerdo eterno.

Y aquí viene la de alquilar balcón, preparar las palomitas con buen refresco y sentarse cómodamente:

Ahora viene la de «alquilar balcón»: último día de las vacaciones más hermosas en familia que he vivido; cansados de tanta historia, playa, brisa y mar, nos fuimos para el aeropuerto internacional Rafael Núñez a esperar nuestro vuelo de regreso. Antes de relatar los hechos trágicos, quiero dejar constancia que, aunque amo mucho a mi familia, siempre andamos corriendo porque se nos hace tarde.

Con ese proemio, van a entender lo que sigue: ese fatídico día corrimos para alcanzar el vuelo; en el mostrador de la aerolínea, la encargada nos informó que lamentablemente ya habían cerrado, mis padres rogaron tanto que la conmovida operaria tomó el radio para comunicarse con el capitán; finalmente accedió a dejarnos entrar ―fatal error―. Guiados por personal de la aerolínea, nos llevaron hasta cierto punto para poder hacer el ascenso en pista al avión, nosotros debíamos correr hasta las escaleras que habían dispuesto, ¡Préndanse de la silla!

En la puerta del avión nos esperaban dos azafatas y el capitán; a los gritos, por el estruendo de los motores encendidos, una de las auxiliares de vuelo le indicaba a mi papá: «Señor, cuando le avisemos, corran lo más pronto posible, agachen la cabeza y agarre fuerte a su familia»; la señal fue dada y arrancó mi papá con mi hermana. De repente, y en retrospectiva, recuerdo el rostro de terror de mi hermana, pues se había soltado de papá y salió por otro lado de la pista, muy cerca de los gigantes motores, ella tan solo gritó «¡Papá, ayúdame!¡me voy a las turbinas!». Con la poca fuerza que tenía en ese entonces, logró mantenerse en pie mientras nuestro heroico padre fue a rescatarla, correr con ella hasta la escalera para ascender al avión y esperarnos a mamá y a mí para ingresar.

«¡Ahora siguen ustedes!», dijo el piloto; mamá y yo estábamos cerca de una palmera esperando nuestra oportunidad. Ahora que lo pienso, no estábamos tan lejos del avión, pero tal vez en ese entonces vi el camino infinito. Ella me agarró fuerte la mano y cuando me disponía a desprenderme del único refugio que nos protegía, pasó lo inevitable: se escuchó el sonido de unos huesos chocando fuertemente contra el concreto y mi mente quedó en blanco.

Horas después recordé haberme elevado al cielo ―literalmente volé, solo que no me dijeron cómo aterrizar ― y como dice el refrán “subí como palmera y bajé como coco” ―les doy permiso a reír, ahora lo hago, incluso escribiendo esto lo hice, pero ese día, solo escuché muchas voces gritando desesperadas.

El avión finalmente apagó turbinas, mi papá, el piloto y las auxiliares de vuelo bajaron como pudieron las escalerillas y corrieron hacia nosotras; llegaron los bomberos y la ambulancia del aeropuerto, a lo lejos escuchaba a mi papá discutir con el piloto mientras a mamá trataban de levantarla y solo se escuchaban sus gritos de dolor. Yo, tendida en el suelo bocabajo, empezaron a examinarme para asegurar si podían subirme a una camilla, pues no sabían qué tipo de golpe había recibido. Recuerdo tener mucho sueño, pero no me dejaban dormir ―una tortura―; finalmente me vencí.

Una hora después desperté, estaba dentro del avión en una fila sola, con algo en mi cabeza y sin poder mover, al frente estaba mamá con suero y vendas en sus rodillas y en sus codos. Cuando por fin aterrizamos ―sentí que volé hacia Japón―, nos esperaba otra comisión aeronáutica de ambulancias y directivos, solo veía a mi madre en una camilla dando declaraciones y en el otro lado mi padre con unos agentes; nos llevaron a la clínica para una revisión y el alta.

En la sala de emergencia mamá relataba que estábamos a punto de dirigirnos al avión cuando, en cuestión de segundos, un avión de otra aerolínea que se disponía a despegar, que se encontraba en la línea de arranque y un tanto cerca del avión que debíamos abordar, al acelerar y por la fuerza de las turbinas, nos levantó más allá de la alta palmera a la que estábamos aferradas aterrizando en el pavimento; mi madre ―gracias por preguntar ―, quedó con graves secuelas de esos golpes, pues ella aterrizó en “4”, y no en plancha como lo hice yo.

Moraleja: “del afán solo queda el cansancio (y las tragedias)”, de este incidente quedaron una protuberancia en mi labio inferior y el recuerdo de mi segundo. Actualmente estoy muy agradecida de todos los protocolos que existen en los aeropuertos, son engorrosos pero te aseguran no aterrizar en el pavimento.