Velkommen til danmark

La última vez que visité Dinamarca, fue exactamente en el inicio de la pandemia, justo antes de los encierros y el distanciamiento social; sentada en la silla del avión de regreso a mi país de origen, me hice una promesa: «en este país quiero vivir lo que me resta de vida».

Tenía la certeza que tan solo me llevaría dos meses y algo más, dejar mi vida en Colombia y regresar a cumplir mi sueño, pero eso, mis amigos, solo pasa en las películas. En realidad, fueron dos años y cuatro meses, cinco mil lágrimas y doscientas decepciones antes de poder regresar al país de Lego, ¿la razón? El señor COVID-19, causante de arruinar los planes de millones de personas en el planeta, incluidos los míos.

Pero como bien lo dice el refrán “nada es para siempre”, una vez fue seguro viajar, y sin pensarlo dos veces, empaqué en una pequeña mochila unas cuantas prendas, mi laptop, mi cámara y, por supuesto, los documentos de viaje. No fue necesario cargar tanto peso, esto gracias a que, desde el 2020, había enviado mis “chécheres” a Copenhague, sí, así de segura estaba de vivir en este país.

El día exacto del viaje fue el 19 de julio, víspera de la independencia de mi patria, como si se tratara de una señal de emancipación mental para mi destino, sin embargo la llegada tomó algo más de diez días y cuatro vuelos, pero no porque esa sea la forma para llegar a este país escandinavo, sino que una de mis características es el “low cost”, eso implica que, lo que un mortal común hace en un máximo de 15 horas, a mí me toma toda una odisea aeroportuaria.

Después de 3 conexiones ―Miami, Bruselas, Barcelona―, una estadía corta en Zaragoza y una larga espera en el aeropuerto París-Orly, el 31 de julio, finalmente aterricé en el Aeropuerto de Copenhague-Kastrup, conocido con cariño como CPH. Sin tener la nacionalidad danesa, cuando salí del avión, respiré los aires daneses, crucé el pasillo y me acerqué a la salida, el letrero de Velkommen til danmark te da la más calurosa bienvenida, de inmediato dije en voz alta «llegué a mi hogar»; estaba tan emocionada que casi olvido que tenía corto tiempo para abordar el tren que me llevaría a mi destino final: Aalborg.

A hoy, son más de 4 meses que llevo en el país de la energía eólica, los Jardines de Tivoli, de andar en bicicleta ―y muy seguro―, de las playas a no más de 53 km de distancia y de la cultura vikinga. Por eso decidí que, desde este momento y hasta que la vida me lo permita, te contaré mi experiencia de vivir en el segundo país más feliz del mundo y el que ocupa la tercera posición en el mejor para vivir.

Y a ti, ¿a dónde te gustaría migrar?

Top 7 (ni 5 ni 10) de mis libros favoritos de viajes

Al revisar “literatura de viajes”, aparecen una centena de autores de siglos que ni recordaba existían, unos con toque humorístico, otros, con magnas obras que te llevan a imaginar cada palabra escrita por ellos, tal como pasa con las novelas de Robert Louis Stevenson (La isla del tesoro), Herman Melville (Moby Dick), Ernest Hemingway (El viejo y el mar e Islas a la deriva) y Ted Simon (Los viajes de Júpiter).

¿De dónde nace mi gusto por la lectura? Esto se lo debo a mi madre, pues cada vez que llegaba el tiempo de revisión de notas en el colegio y aparecía con un hermoso informe de altas calificaciones, el premio a mi esfuerzo académico era una obra literaria, ya fuera una novela, cuento, libro de fábulas o cualquier escrito que aportara conocimiento y entretenimiento a la vez, así entonces, en mis manos pasaron grandes libros de la literatura infantil (y no tanto).

Un día de esos que suelo tener, tumbada en mi lecho, pensé en aquellas obras que me llevaron a explorar culturas y puntos geográficos del planeta, unas sin ni siquiera haber armado mi mochila ni haber pisado un aeropuerto, otras que encontré gracias a los éxodos vividos. Para poder experimentarlos bien tan solo necesité de mi mente abierta, encender los motores de mi ficción y acomodarme en mi cama, lo demás lo hicieron estos grandes artistas.

He aquí la lista de aquellos que han marcado mi gusto literario viajero:

  1. Los viajes de Marco Polo de Marco Polo y Rustichello de Pisa

Podría decir que fue el génesis de todo esto, todavía siento su olor, era color caramelo con letras azul oscuro, pequeño, con un mapa ubicado en la guarda interior, que enseñaba la ruta realizada por Polo desde Italia hacia el Medio Oriente y Asia, imitando la Ruta de la seda; esa pieza cartográfica fue la que cautivó mi atención, pues mamá sabía perfectamente que amo los mapas y las rutas, así que fue ad hoc para ese momento; al leerlo, sentí que era una guía cultural y para comerciantes, una especie de manual de relaciones públicas, pero fascinante ¿lo has leído?

2. Guía para viajeros inocentes de Mark Twain

Tal vez por ser quien lo escribió y dio vida a uno de mis libros favoritos de la niñez, pero este autor con este compendio viajero, donde narra lo que fue la primera excursión de turismo moderno del momento a Francia, Italia, Grecia, Tierra Santa y Egipto, me mostró la representación de un estadounidense decidido a enfrentar su pasado y sus raíces, con humor y sarcasmo, y convirtiendo lo que algunos podrían creer es una guía de turismo, en una completa novela de viajes, llena de peripecias y anécdotas que lo llevaron a escribir varias de sus célebres frases de viajes. Al hacer este artículo, estuve buscando diferentes puntos de vista sobre la obra y me encontré con una perspectiva que me encantó, la de https://luistormo.com/  (los invito a visitarla y aprender más sobre cine, cultura y turismo).

3. La vuelta al mundo en ochenta días de Julio Verne.

¡Infaltable!, no sé ustedes, pero yo soñaba con ser la versión femenina de Phileas Fogg y haberme embarcado en ese viaje alrededor del mundo, pues este, a diferencia de Marco Polo, sí vino a América (aunque solo el Norte), pero curiosamente ambos visitan el exótico país de la India, lo que desde entonces me hizo una abierta invitación a conocer ese país, tal vez usando como guía estos dos compendios, claro, con tecnología y nuevas formas de transporte, y por supuesto,  anécdotas o peripecias , pues todo en mis viajes termina con una buena historia por contar, ¿te atreverías a realizar la aventura?

Con estos tres primeros libros, quería salir a explorar el mundo, soñaba con convertirme en marinera y zarpar con el capitán a descubrir nuevos lugares; estoy segura que con ellos también nació mi pasión por la historia, la cultura y la arqueología, pues a raíz de esas interesantes lecturas, el mundo empezó a quedarse pequeño ante mi cerebro, además de sumarle una increíble imaginación que magnificaba cada palabra descrita en los libros; lo que ellos describían como hermoso para mi era extraordinario, lo inconveniente, era catastrófico ¿sería la edad? O tal vez fue el abrebocas de lo que haría más adelante, no lo sé, solo recuerdo el disfrute total de estas magníficas obras de la literatura viajera.

Hasta este punto, cada uno de los libros que les he dicho son de años antes de yo nacer, que, cuando llegaron a mis manos, se convirtieron en guías de vida aventurera, y que me abrieron mucho más el panorama de la realidad de viajar en épocas donde las cosas aún eran limitadas o precarias. Ahora sigo con mi lista, pero esta vez, son libros que he leído en mi etapa como mujer adulta, por lo tanto, la perspectiva es muy diferente, aunque la imaginación sigue intacta.

4. La aventura de viajar de Javier Reverte.

Podría decirse que soy la versión femenina de este autor, quien decidió compilar en este libro, sus aventuras vividas en varios puntos del planeta, desde que era un niño, hasta llegar a la profesión de corresponsal, donde, gracias a ello, algunos de sus viajes resultaron bastante extraños y con sucesos extraordinarios. Cuando empecé la lectura y entendí que no era la única a la que le pasaban increíbles cosas en las aventuras viajeras, se enlistó en el top de mis favoritos. Con Reverte aprendes de o recuerdas algo de historia y geografía, pero contado en un lenguaje tan amigable que te dan ganas de armar valija y salir a explorar.

5. Eat, Pray, Love: One Woman’s Search for Everything Across Italy, India and Indonesia (Come, reza, ama) de Elizabeth Gilbert

Y empiezo exponiendo que, aunque no me he casado, mucho menos he vivido un divorcio, sí tuve una ruptura de una relación que marcó mi vida y el camino a realizar un viaje cuasi parecido a lo que Gilbert hizo, solo que mi ruta y mi objetivo fue totalmente diferente. Tal vez el que este libro llegara a mis manos en ese momento decisivo, me dio el empuje a tomar más riesgo de aventura y dejar los miedos en casa, salir y darme cuenta que allá afuera está realmente ese ser que complementa lo faltante: el amor de pareja. El camino hacia la espiritualidad aún lo llevo, es largo pero satisfactorio, la comida siempre ha estado presente en mi vida, no me privo de este placer tan natural como respirar y cada bocado va a mi cuerpo como un ritual de agradecimiento por todo aquello que podemos oler, probar, saborear.

6. Archipiélago: tierra del fuego de Ricardo Rojas.

¿Habían escuchado alguna vez de este libro?, hasta antes de pisar tierras fueguinas era ignorante del mismo, una vez que llegué a Ushuaia y fui a una de las tiendas de recuerdos que tienen en la ciudad, encontré esta obra del poeta tucumano Ricardo Rojas, exiliado como preso político en el famosísimo Presidio del Fin del mundo de la capital fueguina, en el año 1934. Para distraerse del cautiverio, decidió escribir un diario en el que relata cada una de las vivencias del lugar donde se encontraba, sus letras son de 1934 pero su legado está intacto, pues cada vez que leía una página que describía el clima, las costumbres o cualquier evento de la provincia, era exactamente lo que estaba viviendo en mi visita a este bello lugar de la Argentina; desde ese instante fue uno de mis libros favoritos y lo conservo como un hermoso recuerdo de mi viaje al extremo sur del continente americano.

7. The Year of Living Danishly: Uncovering the Secrets of the World’s Happiest Country (El año de vivir danesamente) de Hellen Rusell.

Londinense, periodista de profesión, casada con un danés y recién llegada al país del Hygge, esta escritora relata mes a mes cómo es la cultura danesa, por supuesto, desde su punto de vista. He aquí el abrebocas de lo que decidí hacer una vez terminara el COVID y todo el asunto de pandemias en el mundo: me mudaría a vivir a Dinamarca.

Esta obra llegó a mis manos como un mensaje del Divino (por así decirlo), y cuenta con 12 meses, cada uno expone un título que, no hace referencia exactamente a lo que acontece en el mes (aunque algunos apartes sí coinciden), pero te muestra en resumen y en 351 páginas, por qué los daneses son felices, qué es vivir y pagar impuestos en Dinamarca y cómo es de fácil adaptarse a sus costumbres, solo necesitas una cosa: mente abierta y entender que no es tu país, estás en otro totalmente fundado, creado y desarrollado por mentes y ancestros que ni siquiera llegaron a conocer los tuyos, por lo tanto, disfruta y vive la magia de sentirte “danesamente”.

Con estas siete maravillas literarias, les dejo la inquietud del día: ¿Qué textos te llevaron a viajar?, ¿Cuál me recomendarías?, escríbeme en los comentarios, estaré feliz leyéndote.

El estado de la Constitución

“Dentro de veinte años estarás más decepcionado de las cosas que no hiciste que de las que hiciste. Así que desata amarras y navega alejándote de los puertos conocidos. Aprovecha los vientos alisios en tus velas. Explora. Sueña. Descubre”

– Mark Twain.

Distancia: 322km; ruta: Costa noreste; tiempo estimado de recorrido: 5 horas con 55 minutos— gracias a aquella herramienta web de la gran compañía de internet, pude sacar bien los datos de lo que se venía.

—Disculpe, ¿podría venderme un boleto de ida para New Britain, Connecticut?

—Son 25 dólares, por favor.

—Muy bien— saqué del bolso de mano la cartera donde tenía los billetes ordenados por denominación de mayor a menor—, aquí tiene—. Le pasé uno de 50, así tendría más cambio por si se me antojaba algún pasabocas.

— Su cambio y su boleto para hoy, 7 de agosto a las 12 del día, llegando a su destino a las 19:30. Recuerde que el autobús ingresará a la ciudad de Nueva York solo para el descenso y ascenso de pasajeros, no descienda pues no se dispone de mucho tiempo—se levantó de la silla para darme más indicaciones, como para señalarme algo—por favor, diríjase a la sala de espera y cuando sea el momento la llamarán de la puerta de salida correspondiente, presente su boleto y su ID—dijo algo más en inglés que no entendí y luego lanzó un efusivo «¡feliz viaje!»

—Muchas gracias—. Tomé todo lo que me había dejado encima del mostrador y lo guardé en el bolsillo delantero de mi pantalón.

Quedé pensativa tratando de adivinar lo que me había dicho, pero decidí dirigirme a las bancas de tubo metálico y apariencia de destruir espaldas para sentarme a esperar el llamado; de pronto, aparecieron unas terribles ganas de ir al baño, pero temía que me llamaran y no escuchara la información suministrada, todo gracias a los parlantes de la estación, que estaban más roncos que tractor viejo, así que, era casi que imposible entender lo que decían.

Después de unos minutos discutiendo con mi mente, decidí levantarme, pero en busca de las pantallas de salida para ver el itinerario. Desde mi posición, señalé con el dedo en forma descendente, buscando el horario que correspondía a mi viaje y encontré uno muy parecido, pero no anunciaba mi destino, «¿será que me equivoqué?», la duda me llevó nuevamente al mostrador donde se encontraba la vendedora; para mi fortuna estaba sola, así que, con tímida voz, le hablé:

—Disculpe, una pregunta: estoy mirando la pantalla de salida pero por ninguna parte dice New Britain, aunque en el mismo horario aparece uno a otra ciudad que no conozco, ¿hay algún error?

—Señorita —tomó aire profundamente—, como le expliqué hace algunos minutos, en la pantalla aparece Hartford pero su parada es en New Britain. Recuerde que el autobús ingresará a New York y a New Haven, después de esa última, sigue la suya.

—¡Ah, muchas gracias! —«trágame tierra»—, lo siento, no le escuché cuando dijo lo de Hartford.

—Tranquila, ya casi llega tu autobús, así que atenta al llamado, allí le anunciarán su andén de salida.

—¿Sabe si me da tiempo de ir al baño? —ya no aguantaba más.

¡Por supuesto! —una vez otorgado el “permiso”, salí corriendo como en media maratón.

Tiempo después, un corpulento y cuarentón hombre afroamericano, con una potente voz, que no utilizó el micrófono anclado a la pared para notificar la llegada del bus con destino a la ciudad de Hartford; nos llamó a formar fila en una de las puertas de la estación.

  • ¡Hartford, 12 del día! Andén 3, hagan la fila aquí por favor — nos señaló con su grande brazo.

Como hormigas arrieras, uno a uno fuimos pasando por el control de boletos, luego le entregué la mochila al maletero quien ordenadamente preguntaba el destino y como en juego de tetris, acomodaba perfectamente las maletas, colocándoles un número de identificación y entregando la copia a cada uno de los pasajeros. Subí los tres escalones y busqué mi lugar, como siempre, ventana, pues esa sensación de desconexión a través del paisaje desdibujado que me brinda la panorámica, es uno de mis mayores placeres viajeros. Estaba justo en la mitad; acomodé la mochila de mano en el compartimiento de arriba, pero antes saqué los elementos esenciales para el camino: cámara, celular, audífonos y un tentempié. Me senté dejando reposar mi cabeza sobre el cristal, me estaba colocando los audífonos, cuando…  

—¡Hola! — una voz adulta pero dulce, hizo girar mi cabeza para ver quién me saludaba tan efusivamente; se trataba de una señora muy “inglesa”, vestida con tanta pulcritud que alumbraba como un ángel. Se sentó junto a mí, acomodando su canasto de tejidos, pues se veían estambres y pinzas de crochet, debajo del reposapiés.

—Buenas tardes— le respondí, con una amable sonrisa, ella me devolvió una igual o hasta mejor. Le pedí disculpas señalándole mis auriculares y con una seña de “tranquila”, me giré hacia la ventana para dejarme llevar de los ritmos elegidos al azar.

Con todos los pasajeros a bordo, arrancó el bus.

«Aquí vamos».

(Extracto de la saga EE.UU., ¡De película!, Parte II)

¡Atá uto begá!

Viajaba con mi padre hacia una de las rutas marcadas en el mapa y resaltadas con esencia. Como lo saben, esta travesía arrancó en Curramba, en busca de notas musicales y leyendas de la cultura colombiana.

Tomando la ruta 25 y el desvío presente rumbo a Gracias a Dios —y cuando pasas por ese lugar, entiendes el nombre de clamor designado al poblado—, dos horas y media, unos cuantos peajes y baches después, llegamos a San Basilio de Palenque, territorio que aún emana historia y porta el título de ser el primer pueblo emancipado de la época de la colonia en América, aquel donde los valientes esclavos africanos escaparon para vivir en libertad gracias a las hazañas del heroico Benkos Biohó.

El corregimiento conserva el lenguaje, el baile y la gastronomía de los cimarrones — esclavos rebeldes o fugitivos que vivían en palenques —. Cada calle, escuela, hospital o lugar que requiera un nombre, lo demuestra: todo está escrito en criollo palenquero, «qué privilegio tener este pedacito de alma africana en linderos de mi patria», pensé mientras papá seguía conduciendo buscando un lugar dónde aparcar y así empezar a explorar el corregimiento.

Así es, ni siquiera llega a los 5000 habitantes, pertenece a un municipio con el nombre de Mahates dentro del departamento de Bolívar — más conocido por su hiper turística capital: Cartagena de Indias—, y, desde el año 2008, fue declarado Patrimonio Cultural e Inmaterial de la Humanidad.

—Mira, aquí en el parque principal, bajo ese gran árbol lo podemos dejar —le indiqué, considerando que el inclemente clima del lugar obliga incluso a que los autos también estén bajo la sombra, de lo contrario, se convierten en auténticas saunas rodantes.

Una vez que tomé mi cámara, los sombreros y la mochila con el agua, mi progenitor hizo el ya obligado protocolo de salvaguarda del vehículo y empezamos nuestro andar. Caminamos cada una de sus polvorientas calles que le dan un aire a Viejo Oeste y misticismo; algunos murales, además de ser auténticas obras de arte callejero, exponían fragmentos de escritos en aquella mezcla de español, bantú africano, portugués y francés, la única forma que encontraron para comunicarse y que hoy es un lenguaje admirado y protegido.

Las mujeres y los hombres aún usan ropa tradicional de lo que podría ser el suroeste de la República del Congo, la República Democrática del Congo o Angola. Al fondo se escucha un llamado de tambores, los seguimos hipnotizados, sin pensarlo, estábamos en el gran salón comunal.

En la entrada, un trío de hombres pulcramente bien vestidos, a los que me acerqué para averiguar de qué se trataba:

—Disculpe, ¿me podría explicar qué están haciendo?

—Claro que sí— respondió con un acento diferente al de los otros afrodescendientes que he escuchado— están realizando una pequeña muestra de un lumbalú— mis ojos se abrieron en señal de asombro, a lo que el señor comprendió que era ignorante de lo que decía—; es un ritual funerario acompañado de danzas, cantos, música y actuaciones y se hace en horas de la noche, por nueve días y así honramos al que se murió.

—Interesante… — papá parecía filosofo con su mano en la barbilla y procesando todo el contenido cultural de lo que estaba explicando aquel hombre.

—Sí, es algo muy de nosotros, aquí les estamos mostrando un pedacito de esto que hacemos, pero venga le cuento —el palenquero estaba animado a darnos la clase completa de historia en menos de una hora—, nosotros estamos seguros que uno después de morir, regresamos dos veces en el día a la casa, más o menos por nueve días siguientes, a las 6:00 a.m. y a las 5:30 p.m., entonces con los tambores llaman a la comunidad a esas horas, para que vengan a la casa y nos ofrezcan el lumbalú.

—De verdad que es una bonita tradición, ustedes ven la muerte como una transición positiva y alegre, deberíamos aprender, ¿no “apá“?— papá asentó con la cabeza y el palenquero aún más, claro, que siga la fiesta hasta después de muertos, así «sabroso morir»—. Disculpe una pregunta imprudente —allá voy con mi inquietud— ¿ustedes visten iguales, por…?

—¡Ah porque somos orgullosamente la Guardia Cimarrona! —su cara se iluminó diciéndolo—, nos encargamos de darle garrote a los que se porten mal—casi se me salen los ojos de escuchar lo que decía—, y corregirlos.

—Ah ya, como unos policías…

—No señorita, la policía es otra, aquí somos campesinos de día y guardianes de tarde.

—Una pregunta más — doña imprudencia va de nuevo, mi papá sudaba y no precisamente por el calor del lugar, más bien porque no sabe con qué voy a salir, el custodio me mira en señal de que lance la consulta—, ¿me permite sacarle una foto?, de verdad que lucen muy guapos y quisiera tener este hermoso recuerdo —el guardián no se creía tanto elogio, pero procedió. A los que les gusta la fotografía saben todo lo que debemos hacer por un registro único e irrepetible.

Sonó el clic de mi cámara, sonreía incluso más que el mismo retratado, la música y representaciones de fondo fueron el «soundtrack» que amenizó el momento, entre mapalé, auténtica champeta y otros ritmos alegres, nos fuimos alejando para continuar con nuestra exploración.

Niños corrían, jugaban con carritos improvisados, tapas, botellas, pelotas y todo lo que pudieran usar para entretenerse, de vez en cuando se veía una palenquera cargando la palangana llena de dulces tradicionales.

—¡Alegríaaa! ¡Caballitooos! ¡Cocaaadas! Llevo los enyucadooos— papá abrió los ojos, pues déjenme decirles que, él es fan de ese tubérculo que aún no me puede gustar.

—¡Señora! —el grito de papá, paralizó medio pueblo, por supuesto, la palenquera vino a nosotros, descargó su platón y nos lanzó la famosa frase vendedora colombiana:

—A la orden seño —señalaba con su mano el estante ambulante que cargaba sobre su cabeza—, le tengo cocadas, bolas de maní, enyucados, caballitos y alegrías, cuál quiere probar.

—Muéstreme el enyucado —él casi tenía la cabeza dentro del platón.

—Mire, este es, bien pueda pruébelo —no había terminado ella cuando papá ya llevaba medio mordisco, cerró los ojos en señal de satisfacción, esa expresión única de él que no sabes si es dolor o felicidad pero que al final significa complacencia.

—A mi deme una cocada, por favor— le pedí, ella la sacó de la ponchera y me la entregó en una bolsita plástica.

—Deme una bolsa de enyucado, por favor— solicitó mi papá.

—… Y de cocadas para mí— completé yo.

Él sacó la billetera para pagarle a la bellísima palenquera, estaba tan extasiada disfrutando de mi manjar, que olvidé la imprudente pregunta de la foto, sin embargo, mientras se fue alejando, logré inmortalizarla con mi cámara. Después de ese delicioso golosina palenquera, fue necesario pasarlo con agua, pues la garganta estaba seca de tanto acaramelado «esta es la cuota de dulce del año», pensé mientras el preciado líquido refrescaba todo mi cuerpo interiormente.

Los andenes estaban acompañados de animales peculiares, como el chivo y otros tantos, o de lugareños que “tomaban el fresco” de la calurosa tarde. Y entonces vi una mirada que reflejaba años de experiencia y picardía. Me acerqué con la cámara lista para la acción y le pregunté: ¿me permite fotografiarlo?

 Tan solo sonrió y posó.

Era su alma que me miraba fijamente, me sentí intimidada; charlamos un poco de lo que sabía sobre sus ancestros. No estaba solo, lo acompañaban dos hombres con miradas tan profundas que sentía ganas de indagar más sobre sus vidas pasadas y futuras. Les pedí que hablaran palenquero y lo hicieron, papá reía, yo no entendí ni jota, solo espero que aquello fuera una bonita expresión.

Con un fuerte apretón de manos, papá se despidió de los seductores, yo en cambio, solo alcé mi mano de lejitos e hice la señal de “adiós”, a lo que uno de ellos respondió ¡Atá uto begá!, entendí que me dijeron hasta luego en criollo palenquero, sonreí y seguí. 

Continuará…

Extracto de mi libro Soul.

Fire Island

Eran las 7 de la mañana, los Backstreet Boys animaban mi despertar; me quedé un instante en la litera recordando dónde estaba y sonreí, aunque algo incomodaba mi mente, no sé, tal vez tuve un mal sueño pero no lograba recordarlo, «siento que algo va a pasar, ¿qué será?». Despacio y sin hacer ruido, pues las demás chicas del aposento aún dormían su agitada noche de fiesta, me alisté para empezar jornada, y como quien no quiere perder el tiempo, después de tomar un ligero desayuno —café con pan— fui a la estación de trenes Pennsylvania para llegar a mi primera parada del trayecto.

Estaba decidida a conocer aquel lugar donde Joy —What Happens in Vegas— encontraba su lugar feliz, más aún porque las torres localizadas en la punta de alguna isla, barranco o en medio del mar, cuya única función es ser guía, como un lucero iluminando cada noche las oscuras aguas del océano, son de mis favoritas.

Hallarlo no fue tarea fácil, pues cada vez que consultaba en internet por el lugar, siempre me referenciaban otros escenarios, como los que aparecen en Half Light y The Ring; no me di por vencida, la terquedad y pasión por hallarlo fueron el motor de búsqueda. Finalmente lo encontré: debía dirigirme a la pequeña isla Fire en el estado de Long Island. ¿Cómo llegaba?: tomando el tren hasta Bay Shore, descender en esa estación, ir a la taquilla de ferri del lugar, abordarlo, cruzar un canal y una vez en la isla, caminar unos 500 metros hasta topar de frente con el objetivo. «¡Qué fácil!».

Y así lo hice, o bueno, casi exacto como lo pensaba: abordé el tren, me senté plácidamente en la silla y contemplé el paisaje por la ventana, eso marcó el inicio de mi ruta. El recorrido fue amenizado por el pianista Ludovico Einaudi, a quien escuchaba en mi reproductor de música. Sublime banda sonora que acompañó mi camino, comenzando con su composición titulada Primavera; cada nota del piano creaba una grandiosa sinfonía al compás del roce de las ruedas del tren.

Tan absorta estaba que no escuché el anuncio de las bocinas y seguí de largo, llegando hasta un poblado llamado Sayville. «¡Jadranka, te pasaste…!». De inmediato, y antes de que el tren iniciara nuevamente marcha con rumbo a no sé dónde, guardé el reproductor en mi bolsillo, descendí del coche y salí del lugar para pedir nuevas indicaciones. A cada persona que le preguntaba por mi destino aventurero me decía que debía contratar un taxi acuático; «esto saldrá caro».

Con el objetivo de encontrar el servicio de transporte, caminé por el muelle que bordea la costa del poblado, preguntando a cada uno de los establecimientos que allí se encontraban si me permitían usar su teléfono. Por supuesto que la gran mayoría no me vio con buena cara, incluso algunos me ignoraron, pensé que esto era una mofada malvada del destino, quería regresarme, pero mi meta podía más que los obstáculos, «entraré a este y, si me dice que no, me regreso a la ciudad».

—Hola, buen día.

—Hola, bienvenida, ¿Qué necesitas? —Un apuesto hombre, de unos veintitantos cuasi treinta como yo, de cabello negro, blanco y unos ojos claros que resaltaban sobre toda su presencia fue quien me dio la bienvenida al lugar.

—Sí, bueno, no requiero nada de su tienda, por cierto, muy bonita —«Jadranka, enfócate»—, más bien es un favor… Estoy perdida y necesito llegar acá —le mostraba en el mapa—, pero me dicen que debo tomar un taxi acuático, el problema es —suspiré—, que no tengo teléfono para hacerlo.

El chico sonrió. Pensé que estaba ante un ángel, puedo jurar que vi su aureola; sacó el móvil de su bolsillo y me lo pasó.

—Toma, llámalo.

—Sí, es usted muy amable, pero no tengo ni mínima idea de cómo hacerlo o a quién llamar. —Él volvió a sonreír—. ¿Será mucho pedir si usted me hace el favor de pedirlo?

—Claro que sí. —Marcó un número en su teléfono y lo puso en altavoz, de inmediato contestaron, el chico les habló para pedir el servicio—. Me piden tu nombre…

—Jadranka.

Él siguió hablando y después colgó.

—Dice que llega en media hora, ¿tienes prisa?

—No, estoy de vacaciones así que… tiempo es lo que tengo. —Una tímida sonrisa salió de mis labios.

—Vale, ¿quieres mirar algo mientras tanto? —Me guiñó el ojo; quería decirle «Sí, a ti», pero no, solo le dije que muchas gracias y que esperaría afuera. Me despedí del cuasi modelo americano y, como novia de pueblo, salí a sentarme en la orilla del muelle para esperar el transporte.

Casi treinta minutos después, el taxi arribó al muelle, estaba tan emocionada como Chuck Noland —Cast Away— cuando lo rescataron.

—Buen día, señorita, ¿a dónde vamos? —me preguntó un apuesto y joven conductor, de unos treinta y tantos años, músculos bien marcados, con camisa perfectamente blanca, bermudas de dril azul índigo y unos ojos tan claros como el cielo que nos acompañaba ese día. «¿Acaso acá viven todos los chicos lindos de los Estados Unidos?».

—Buen día, señor, vamos a este lugar. —Le enseñé el mapa donde estaba marcado el rumbo, acompañada por nervios a lo desconocido, pero a la vez emocionada de saber que pronto se cumpliría uno de mis sueños de este viaje—. Pero, por favor, me espera en el desembarcadero por unos instantes y de regreso me lleva al muelle más cercano a la estación de trenes.

—Muy bien, ¿sabe la tarifa? —preguntó como quien no cree que tenga el suficiente presupuesto para pagar el error cometido.

—Sí, señor, la operadora indicó que son casi 60 dólares.

—Es correcto, entonces vamos a su destino; por favor, use el chaleco salvavidas que tiene al lado suyo.

Nos fuimos alejando poco a poco de la plataforma de madera. Desde el horizonte el pequeño poblado de pescadores empezó a desvanecerse hasta que solo se visualizaba una perfecta línea dividida en dos tonos azules: uno claro que correspondía al firmamento y uno oscuro, al océano. El ruido del motor del bote no me dejaba escuchar ni mis pensamientos, pero tenía un objetivo en mente y era lo único que importaba. Después de unos minutos de navegación, por la ventana del taxi alcancé a ver la silueta de una elegante infraestructura que sobresalía sobre cualquier otro aspecto del paisaje; formaba parte de mis lugares que ver antes de morir desde el 2008, cuando la vi por primera vez en aquella escena, y ese día estaba cerca de palparla; un cóctel de emociones revolvió mi cuerpo. Arribamos a un rústico atracadero de madera que contrastaba muy bien con el paisaje que lo rodeaba.

Salimos del bote, él aseguró la nave para que no se fuera de nuestra vista y, de inmediato, me hizo una leve introducción del lugar.

—¿Sabías que pocas personas vienen hasta este punto? Esta isla es más conocida por las playas que, desde el mes de mayo, visitan mayormente personas de la comunidad gay del Estado y sus alrededores.

—¡Oh, no tenía ni la más mínima idea! —contesté bastante sorprendida—. Bueno, yo vine seducida por este encanto que ves al fondo —le señalaba la torre que se encontraba a unos cuantos pasos de allí—. La encontré por casualidad, «o causalidad», en una secuencia romántica de unos de los filmes de Hollywood.

—Es verdad —me respondió mientras dirigía su mirada al paisaje y lo contemplaba—, este es un lugar propicio para un gran encuentro amoroso, ¿quieres ir a explorar? Aquí te estaré esperando, ¡ah!, pero… ¿quieres una foto?

—Sí, por favor —saqué la cámara del bolsito—, voy a cuadrarla para facilitarlo todo.

Después del retrato, salí por el camino entarimado rodeado de la más verde grama que jamás había visto. Me acerqué para ver mejor sus grandes franjas negras con blanco y aquella casa del lado, de bloques grises con techo rojo; todo encajaba muy bien con la arena dorada de la playa y el azul del cielo. Fue el faro más hermoso que jamás había visto hasta el momento, convirtiéndose en un sueño cumplido.

Parte de mi libro EE.UU. ¡De película! Parte I. pag. 35 – 42.

Un verano en Nueva York

Central Park, dicen las malas lenguas, es el segundo parque urbano más grande de este vasto planeta —sin planearlo y por cosas del destino, en este viaje también conocería el primero—. «¿Será eso cierto?», pensé mientras cruzaba la calle y decidía ir a explorar una pequeña parte, antes de dirigirme a mi meta del día. Al ingresar, encontré un letrero que decía «Great Hill», continué por el camino que lo rodeaba; a mano derecha, un sendero serpenteante me sedujo, sus rústicas escaleras de piedra fueron la invitación a un mundo misterioso. El ambiente emanaba aroma a «no te salgas de la ruta», sin embargo, me dejé llevar e ingresé a la estrecha alameda cuyas ramas podía sentir que me querían atrapar.

Miré hacia atrás y estaba completamente sola, solo escuchaba los graznidos de las aves. Saqué el mapa de la mochila tratando de localizar dónde estaba, pero fue en vano, así que seguí adelante; aquellos rayos de sol que iluminaban la mañana desaparecieron entre los árboles y solo lograba ver las grandes copas verdes. Empecé a caminar meticulosamente mientras mi cabeza giraba para ambos lados en señal de alerta.

Estaba perdiendo la esperanza. «Jadranka, extraviada para siempre en Central Park», pensé por un instante. De pronto, delicados destellos de luz volvieron a aparecer entre la espesa arboleda, sus ramas se iban alejando del sendero y algo brillante que venía desde la tierra iluminaba el entorno, se trataba de una gran fuente de agua, como un estanque; sentí paz, la gente empezó a aparecer como por arte de magia. Escuché agua correr, «debe ser una cascada», me dije mientras seguía avanzando por una escalera de piedras. Una vez abajo, al frente de la senda, un inmenso arco con adoquines perfectamente encajados, como un túnel del tiempo, tan antiguo y elegante que me dieron ganas de atravesarlo, pero me quedé fijamente observándolo.

Escuchaba pasos que venían de atrás, giré un poco el dorso para ver quién era, pero no vi a ninguna persona cerca; una corriente helada de aire corrió por mi cuerpo, algo ilógico en los días de verano. Los pasos se acercaban cada vez más hacia donde yo estaba, me paralicé. El ambiente se tornó aciago, oscuro; desde el otro lado del túnel emanaba un almizcle a lirios, árboles y estanque.

De improviso, se detuvieron los pasos y…

—¡AHHH! —un fuerte grito salió de mi cuerpo luego de sentir una mano que tocaba mi hombro. Al voltear, vi una pareja de simpáticos ancianos, angloamericanos, de estatura media, muy bien vestidos y ojos que guardaban leyendas.

—Disculpe, señorita, no fue mi intención asustarla, solo quería preguntarle si nos puede sacar una fotografía, con aquel arco del fondo, es que usted es la única que está aquí.

Estaba temblando, pero accedí a tomarles la fotografía.

—¡Cla-a-ro! —mi voz estaba entrecortada—. Ubíquense en este lado —les señalaba un punto con el mejor ángulo, ellos obedecieron mi indicación—. Muy bien, por cierto, ¿qué lugar es este?

—Linda, estamos en el arco Glen Span; es hermoso, ¿verdad?

Sonreí en señal de confirmación de su apreciación, y con cámara en mano, me alisté para retratarlos.

—Aquí vamos, 1, 2, y 3, ¡whisky!

Ellos sonrieron y el clic de la máquina sonó indicando que ya estaba lista la imagen, apagué la cámara y se la alcancé al señor. Ya se disponían a continuar su camino en dirección al arco cuando el simpático anciano me hizo una advertencia:

—No deberías estar solita en un lugar como este, estos árboles guardan una historia de hechos violentos ocurridos hace 23 años muy cerca de aquí. —Me guiñó el ojo, se volteó y mientras se alejaba, con su mano izquierda, alzada, hizo una señal de despedida.

Me giré para tomar el camino y buscar una salida, pero quería preguntarles más sobre los hechos, al voltear ya no estaban. «¡Es imposible!, ¿cómo pueden caminar tan rápido?, ¡tienen más de 80 años!», empalidecí. Cerca escuchaba carcajadas de infantes que provenían del túnel; en un instante, un grupo de madres con sus hijos cruzaron el arco, aproveché para preguntarles:

—Disculpe, ¿de casualidad acaban de ver una pareja de ancianos que se fue por allí? —les señalé el camino por donde ellos venían. Al unísono respondieron un rotundo no. Con mi cara pálida, les di las gracias y me uní a ellos para regresar a la multitud, no quería pasar un minuto más en ese lugar.

Salí del parque hacia el lado de Central Park West, crucé la calle y bajé unas escalinatas que me llevaron a la estación del metro —mi primera experiencia con otro de los casuales escenarios neoyorquinas: el subway—. No sé ni cómo ingresé al coche sin perderme, solo sé que pocas estaciones después, descendí en la 81st, lugar donde el agente J —Men in Black II—, desneuraliza a los pasajeros que vivieron un encuentro cercano con un alienígena y les indica que la ciudad les agradece la participación en el simulacro antiterrorismo. Bueno, ese día mi cerebro no fue borrado para olvidar algún evento. ¿O será que sí pasó y no lo recuerdo?

Una vez afuera de la estación fui en dirección sur. Por la misma acera en la que yo estaba, se acercaba un hombre de unos casi 1,80 de estatura, cuerpo ectomorfo, perfectamente marcado y piel blanca pero no deslumbrante. Cuando estuvo frente a mí nuestras miradas se quedaron congeladas, penetrando mi memoria con sus impactantes ojos azules, sumergiéndome en un mar de pensamientos hermosos. Él esbozó una sonrisa entre pícara y angelical que iluminó mi rostro, su cabellera se movió al ritmo de la brisa y destellos dorados salieron de ella, olía a perfume creado por los dioses. ¡Qué hombre tan precioso!

Pasó tan cerca que podría asegurar me rozó el hombro. «Un momento, yo lo he visto… ¿Acaso es… ¡Owen Wilson!?». Quería volverme a alcanzarlo, pero no estaba segura. «¿Qué hago? —pensaba mientras seguía mi ruta—, ¿me regreso o dejo pasar esto?». La indecisión ganó la batalla y continué, desamparando el acontecimiento a la imaginación, «¡tonta, tonta, tonta!». Tal vez mi mente me jugó una clase de pareidolia cinéfila, todo gracias al destino que tenía en mente.

Volví en sí, y después de avanzar unos metros llegué al Museo de Historia Natural. Mi rostro parecía el emoticón que tiene corazones en los ojos, así como quien ve al amor de su vida. Alcé la mirada y vi la estatua ecuestre de Theodore Roosevelt, acompañado además por dos personas a cada lado. «¿Quiénes son ellos?», me preguntaba mientras veía la fachada y en la parte superior de la misma, leí: «TRUTH, KNOWLEDGE, VISION», lo que traduce «Verdad, Conocimiento, Visión», ¡qué grandes palabras!

Subí los casi treinta peldaños y en la cima de ellos un trío de puertas giratorias me exhortó a pasar, solo que no sabía cuál escoger, así que me fui por la de la derecha. Al ingresar, dos gigantes columnas color naranja, semejantes al mármol, adornaban la entrada, avancé unos pasos más para dirigirme a la taquilla, cuando, ¡oh sorpresa!, conocí al travieso Rex —Night at the Museum—, ¡qué impresionante! Mis ojos vieron por primera vez los huesos reales de un extinto tiranosaurio. «¡Guau!, quiero que se despierte y podamos jugar».

Compré mi boleto y, una vez adentro, como chiquilla curiosa, fui en busca de cada uno de los personajes de la película. No sabía ni por dónde empezar, así que seguí la indicación del funcionario: «el recorrido empieza por la derecha». Entonces, ingresé a la exposición del planeta Tierra, aprendí sobre la historia de la creación y visité la sala de los mamíferos norteamericanos donde conocí a Manny —Ice Age—, el famoso personaje inspirado en el gigante paquidermo que dejó de existir hace millones de años.

En el segundo piso recorrí la sala Akeley, allí encontré al travieso Dexter, aquel mono capuchino encargado de hacerle la vida a cuadritos a Larry. La siguiente planta contenía una serie de salones dedicados a las culturas americanas, pero tristemente, no estaban ni Sacajawea, Octavio o Jedediah, aunque me divertí viendo al gran Tontón. Mientras recorría el piso, al igual que Annie Braddock —The Nanny Diaries—, observé y analicé cómo la antropología va formando el comportamiento y costumbres del hombre, hasta llevarlo a lo que conocemos en la actualidad. Seguí…

Cuando estuve en el cuarto nivel, mis ojos se congelaron al ver la representación fosilizada de los dinosaurios. «¡Pero qué increíble!, ¿de verdad todos estos animales vivieron hace millones de años antes que yo?», no lograba procesar tanta información contenida en un solo lugar. Quería conservar un gran recuerdo de mi visita, así que con amabilidad busqué a un asistente que pudiera sacarme una foto:

—Disculpe, señor —me dirigí a un visitante que se encontraba en la sala—, ¿podría tomarme una foto, por favor?

—¡Por supuesto!, ¿con cuál la quieres?

—No sé, son tantos que aún no me decido por el modelo.

—¿Y qué tal este? —me señaló un triceratops.

—Mmm, pero hay mucha gente haciendo fila para sacarse una foto allí, ¿qué tal ese solitario? —le señalé un velociraptor.

—Perfecto, posa para la cámara.

Una luz roja iluminó mi rostro, el señor realizó el famoso conteo: «uno, dos tres, ¡whisky!», se escuchó el clic y en milésimas de segundo el momento se inmortalizó en una imagen fija.

—¡Muchas gracias!

Me despedí del caballero, quien me entregó la cámara, y salí de la sala hacia las escaleras para descender nuevamente al recibidor del museo. Contemplé a Rex por última vez, «vamos, despierta travieso», sentí felicidad y nostalgia, apenas llevaba unas cuantas horas en la Gran manzana y ya había cumplido con el primer asunto de la lista. Recordé sacarla, pues la cargaba en la mochilita, la desdoblé y taché ese punto.

30 imperdibles en mi aventura veranera.

  1. Encontrar a Rex, Dexter, Theo, Sacajawea y cada uno de los personajes de Night at the Museum, en mi visita al Museo de Historia Natural.

«Hecho. Ya tan solo faltan 29 de los 30, ¡ja, ja, ja!».

La relatividad del tiempo estuvo presente, solo recuerdo haber agotado la batería de mi cámara; fue el mejor gasto hecho desde que pisé suelo americano.

Extasiada de tanta historia, y para conocer un poco más, decidí explorar el vecindario donde se encontraba el hostal. Letreros en español en los diferentes edificios me recordaban que ese era un territorio latino. Cuando cayó la noche, a cuatro calles en dirección este del hospedaje, fui a una taberna tipo irlandés, me senté en la barra, lugar ideal para ubicarte cuando vas solo y quieres colectivizar; pedí una cerveza sin alcohol y entablé conversación con el camarero.

Las voces de los asistentes se entremezclaban con las canciones anglosajonas tipo rock que salían de los altavoces; ya casi era media noche, tiempo límite asignado a mi experiencia tabernera, la señal fue la canción Police on my back de The Clash que aparece en el fondo de la última escena de Man on a Ledge; pagué la cuenta, di las gracias al guapísimo bartender y salí rumbo a mi aposento. Una agradable caminata de cinco minutos me sirvió para bajar un poco todo el líquido contenido en mi organismo, también disfruté de la ciudad noctámbula. Por fortuna, el bar estaba cerca del hostal, pues no quería arriesgarme a tomar un taxi y encontrarme con Marcus Andrews —The Bone Collector—, convirtiéndome en su próxima víctima.

(Fragmento de mi libro EE.UU., ¡De película! Parte I)

“Cineclub” y la educación de mi padre.

Para WARCO,

“No hay escuela igual que un hogar decente y no hay maestro igual a un padre virtuoso” (Mahatma Gandhi)

Pandemia COVID-19, exactamente en el mes de agosto del 2020, era el “mesario” del lanzamiento de mi primer libro publicado “EE.UU. de película” Parte I. Mi padre, un hombre jubilado del magisterio, sacó de su gaveta algo que lucía negro y cuadrado, estiró el brazo y me lo entregó «creo que esto lo vas a entender mejor que yo»; abrí mis ojos en señal de asombro pues no sabía lo que me estaba concediendo, así que lo tomé con ambas manos y leí lo que decía la parte frontal: «Cineclub»; fruncí el ceño.

—Y esto, ¿qué es?

—Algo que compré unos años atrás, pero que jamás entendí y que tenía allí guardado «porque en cualquier momento le podría servir a alguien»— esa patentada frase de los padres, excusa para guardar cosas.

Aún no entendía lo que pasaba, hasta que, en lugar de mirar, decidí observar con detenimiento cada detalle de lo entregado.

«David Gilmour; CINECLUB», al título lo acompañaba un gigante rectángulo blanco y el bosquejo de dos personas de espaldas, sentadas en lo que podría ser un sofá «¡Ah carajo!, ahora lo entiendo: eso simula una pantalla grande!», casi me quiebro la testa tratando de entenderlo.

Mas abajito «UN PADRE, SU HIJO Y UNA EDUCACIÓN NADA CONVENCIONAL», «¿qué pretenderá papá? ¿A mis casi 40 años le faltó algo por enseñarme?» mi mente rápida y desesperada seguía sin comprenderlo.

Mi padre es de esos hombres cuasi-setenteros, ferviente lector sin importar el género; su híbrida biblioteca contenía desde recetarios internacionales, pasando por libros sobre la psiquis humana hasta llegar a una colección de galardonados literatos universales, entre esos, estaba este libro.

Por los alrededores, sus hojas con pecas color café definían antigüedad, lo que produjo una agradable sensación gracias a mi bibliosmia, por inercia, lo hojeé rápidamente, así el olor salía como brisa fresca en las mañanas, no me importaron cuántos ácaros se impregnaron en mis vellos nasales, fui feliz.

La solapa anterior describe al autor mientras la posterior presenta una “sinopsis” del contenido; abrí la dedicatoria, o como actualmente le llaman: el “wink”: «Para Patrick Crean, motivo de indagación», me dije mientras continuaba a la siguiente página, la que exponía una frase de Michel de Montaigne «¿y ese quién es?».

Empecé a leerlo, interpretarlo, comprenderlo entre cada punto y coma que el autor relató y entonces percibí lo que mi papá quería decirme: mi cinefilia sin límites estaba casi contenida en las 300 páginas de este manual de instrucciones muy bien definido para adolescentes ―aunque insisto, ya casi llego a los 40. En términos generales, esta obra muestra cómo un padre desesperado por ver a su hijo adolescente que casi ha perdido el sentido a la vida, decide educarlo desde casa con una única condición: ver tres películas por día con un introito muy de director de cine y un final con reflexión tipo Freud.

Mi papá ama las películas, pero agradezco a mi madre que por los años noventa decidió crecer profesionalmente, dejándome bajo el cuidado de un instructor que, según el individuo, puede ser bueno o malo: el televisor; con tan solo 12 años y la mente fresquita para absorber cuanta información se me atravesara, empecé a ver clásicos de la pantalla grande, todos hollywoodenses, algunas veces mi padre contribuía llevándome al cine y no precisamente para ver los clásicos de Disney, no, no, no, más bien era disfrutar de toda la función bélica y sanguinaria interpretada por grandes como Bruce Willis, Al Paccino, Robert De Niro, Denzel Washington, Silvester Stalone, entre otros; otras veces las alquilaba para verlas en casa y esas sí que fomentaban mi gusto por el suspenso y el terror.

Al crecer, la cinefilia se fue refinando con el paso de los años, gracias a la lectura de la revista “Gaceta” ―un magazín dominical regional―, que anunciaba el arte hecho cine de clásicos de la literatura universal o de grandes guionistas y directores como Woody Allen, y entonces, ya con la mente más abierta y las ganas de devorar el mundo, vi tanta cinta cinematográfica como me fue posible, unas muy de premio Oscar, otras tan absurdas que me hicieron decir «¡Devuélvanme el dinero!».

Pero mi eureka fue este libro que papá me dio; he allí que todo lo vislumbré mucho mejor de lo que pensaba, que yo también me eduqué a través de la pantalla grande con clásicos como Scarface, The Shining, The Stepfather, The Godfather, Psycho, The Exorcist, y aunque suenan a títulos de terror y acción, cada uno me dejó enseñanzas sobre la psicología del ser humano y hasta dónde es capaz de llegar impulsado por un sentimiento de venganza, fobia, sobrevivencia, orgullo, poder o creencia.

Entendí que mi padre, al igual que David Gilmour, quería recordarme que esas películas que hemos visto juntos durante 32 años de vida —pues no puedo contar los que no recuerdo—, fue el refuerzo de la educación que ellos me dieron y que me ayudaron a comprender el mundo aun sin haberlo viajado.

Por eso, quiero darte las gracias a mi papá, por ser ese maestro de vida y ese apoyo constante en mis ideas y proyectos, aunque también sé las canas verdes que le he sacado, siempre será con quien comparta mis anhelos y mis temores, con quien disfrutaré cada película que veamos, ya sea en el cinema o en casa, a través de plataformas o en internet, siempre compartiremos esa cinefilia y es lindo que sea con él, mi progenitor.

Te amo por siempre, WARCO.

P.S.: No supe quién es Patrick Crean, solo sé que se trata de una edición, pero sí averigüé quién fue Michel de Montaigne, y claro, su frase tiene sentido, más si viene de un filósofo como él.